miércoles, 23 de marzo de 2011

Editorial: El triunfo de la educación, los valores y la creatividad


Atlantis, el imperio perdido (2001), película de dibujos animados producida por los estudios Disney, es un steampunk más que decente, en el cual, con la tecnología de 1910, un grupo de aventureros descubre cómo llegar a lo que queda de la antigua civilización atlante, un reino submarino pletórico de prodigios, a pesar de su decadencia.


Pero además de la aventura, Atlantis ofrece otros motivos de interés. Uno de ellos, la contraposición de los personajes, obviamente buenos y malos, pero llenos de matices que ameritan su análisis. En particular, dos de ellos: Milo Thatch y Lyle T. Rourke.


Milo Thatch, protagonista principal de Atlantis, aparece al inicio como el típico perdedor. Extremadamente delgado, torpe de movimientos, usa gruesos anteojos. Además, es experto en saberes aparentemente "inútiles" como la lingüística, la historia y la cartografía. Por último, como buen nerd, tiene una obsesión con la Atlántida, el mítico continente perdido que, según Milo, tuvo existencia real y cuyo rastro puede seguirse a partir de ciertas claves arqueológicas. Demás está decir que Milo es el hazmerreir del museo en el cual trabaja como operario de calefacción.


Su suerte cambia cuando un millonario excéntrico, quien también cree en la existencia de la Atlántida, decide solventar una expedición en búsqueda del continente perdido, para lo cual necesita a Milo debido a sus conocimientos en lingüística e historia. Milo es reclutado para participar en la expedición, lo que le permite abandonar su deprimente trabajo en el museo.


Al integrarse al equipo, Milo conoce al lider de la expedición, el arrogante Lyle T. Rourke. Fornido, saludable, seguro de si mismo al extremo de la pedantería, Rourke no deja de manifestar a cada momento que es el “macho alfa” de la expedición. Sus órdenes son acatadas sin dudas ni murmuraciones. En cambio, el pobre Milo es objeto de burlas y maltratos por parte de sus nuevos compañeros.


Pero la situación cambia a medida que avanza la historia. No puedo evitar recurrir a los spoilers, pero dado que se trata de una película del año 2001, casi todos deben haberla visto. Ni bien los expedicionarios ponen un pie en la Atlántida, es Milo quien asume un papel más destacado. Sus conocimientos en historia y arqueología son los que permiten a la expedición encontrar la Atlántida. Gracias a sus conocimientos en lingüística, se logra establecer comunicación con los atlantes sobrevivientes. Y gracias a su ética como académico e intelectual, Milo consigue ganarse el respeto de que quienes otrora lo despreciaban, al punto de convertirlos en partidarios de su causa: evitar la destrucción final de lo que queda de la antigua Atlántida. Y, last but not least, Milo es quien conquista a la hermosa Kida, la última princesa de la Atlántida.


A simple vista, una típica historia de Disney, final feliz incluido. Pero en los tiempos presentes, en los que un comercial de televisión aboga por la abolición del pensamiento racional (el niño que no puede restar) y los propios universitarios se quejan por que les exigen leer mucho, cabe considerar Atlantis, el imperio perdido como una metáfora de la lucha entre el la valoración del conocimiento aparentemente inútil que encarna Milo contra el cínico pragmatismo que encarnaría Rourke. Rourke es una caricatura que, sin embargo, tuvo y tiene todavía muchos admiradores en el Perú, como que fuimos el país en el cual se gestó la expresión “cultura combi”, como expresión de un oportunismo chabacano, mal entendido como pragmatismo, según el cual todo vale con tal de conseguir lo que uno desea. Demás está decir que esta cultura atroz tuvo su máximo esplendor entre 1990 y 2000, propugnada nada menos que desde las más altas esferas políticas, eclesiásticas y culturales del país. El Perú fue el imperio (ojalá que perdido, ojalá) de la cultura combi, el país donde los Rourke (aunque nuestros aprendices de Rourke tenían más facha de arrastrados que de otra cosa) de toda laya pisoteaban orondos todo lo que tuviera que ver con la cultura, la ciudadanía, la inteligencia, el conocimiento, la solidaridad y el respeto al prójimo. En suma, en el Perú, Milo Thatch también la habría pasado muy mal.


Pero al final, las cosas son como son. El tipo de ciudadanía que encarna Milo, el estudioso, el investigador, el intelectual interesado en adquirir conocimiento antes que poder o prestigio, no suele gozar al principio del apoyo de una sociedad orientada a valores espúreos. Apostar por el conocimiento, por la reflexión, por la ética, aparentemente nos convierte en “lornas” incapaces de sobrevivir en un mundo que se nos presenta cada vez más decadente y corrupto. ¿Son así realmente las cosas?


Sólo podemos decir que, en asuntos humanos, no existe el determinismo. El desarrollo del conocimiento y el observar una conducta ética nos permite, utilizando términos tomados del excelente libro “El cultivo del discernimiento” (editado por Susana Frisancho y Gonzalo Gamio, pueden leer su Introducción aquí), convertirnos en agentes racionales; no meros sujetos que se dejan llevar por caprichos del momento, sino en ciudadanos con capacidad de asumir nuestros derechos y deberes con asertividad. La ética no está desvinculada de la capacidad de tomar buenas decisiones, y el conocimiento matiza de manera positiva esta capacidad, de manera que las consecuencias positivas de nuestras decisiones se hacen permanentes. Tal sería la lección que parece enseñarnos Milo Thatch; mientras que Rourke obtiene triunfos y victorias efímeras y aparentes, para luego ser despojado de las mismas.


Tal vez la verdadera Atlántida fue sólo un reino mítico y utópico, un mero ejercicio intelectual de Platón. Pero puede ser que gracias a nuestro desarrollo como agentes racionales, llegue a existir.



Daniel Salvo

Ficción: Wancarima Braganza (Andrés Paredes)



Wancarima Braganza


Andrés Paredes




Los más viejos habitantes de la orilla sur del Hablador todavía no se acostumbraban al estruendo laborioso de los pistones ni al agudo silbido del vapor. Para ellos, la serpiente de acero que los despertaba a las seis de la mañana solo significaba una cosa: una blasfema interrupción del canto matutino al Sol que debía escucharse a esa hora desde todos los templos de la capitalina y polvorienta Pachacamac. El cansancio y el celo religioso dio lugar a la formación de un grupo compuesto por ancianos, tradicionalistas conservadores y algunos jóvenes aburridos con simples ganas de pelea o tener algo de qué ufanarse ante las chicas. Una mañana de agosto, llegaron a la plaza de rituales en medio del amanecer nuboso. Una voz con acento marcial comenzaba a poner algo de orden a la masa. Provenía de un viejo de secos pellejos, ojos saltones y la cicatriz de una herida de guerra en el pómulo izquierdo. Usaba un costoso y fino tokapu, un cinturón de la vieja usanza abolido por las Leyes de Uchos que mostraba además de su elevado rango social, la pertenencia a la vestigial y casi extinta ideología cuzqueñista. La forma en que daba órdenes delataba una formación militar de sabor clásico, y quizá la veteranía de alguna guerra tan vieja como la de Panamá. A su alrededor, el amorfo centenar de personas comenzó a tomar la forma de rudimentarias columnas ordenadas partiendo de él como centro, el símbolo de la irradiación de poder solar en la fase de estrategia de campo según las antiguas ordenanzas. Las columnas pronto cobraron vida propia y se separaron del centro. Otra muestra de formación clásica: el sol dando órdenes a las serpientes.


Una brigada del Cuerpo de Centinelas había sido desplegada a lo largo de puntos estratégicos del recorrido. Posiblemente algún tucuyricuy de la zona había tenido la ocasión de infiltrarse en las redes de organización del barrio, informándose de una conspiración masiva contra la nueva adquisición, símbolo del renovador espíritu del Soberano. Para sorpresa del Jefe Centinela, que esperaba una masa de revoltosos en los que pudiera hincar los dientes de sus contingentes dispersa-turbas, lo aguardaba una relativamente bien manejada red de vigías vecinales, que observaban todos sus movimientos desde los tejados de sus casas y se comunicaban entre sí por medio del sistema telegráfico de linternas y espejos, el mismo que se usa para los recados y pequeños encargos del barrio. La chusma violenta que debía congregarse según los informes, no daba señales de aparecer. El Jefe Centinela tuvo un mal presentimiento, pero sus órdenes eran precisas: la locomotora y sus vagones de carga no podían ser dañados de ninguna manera.


Escondido en una de las casas cercanas al recorrido del tren, el anciano de pellejos secos recibió las señales de los espejos telegráficos, de resplandores y parpadeos rítmicos: los centinelas han llegado a los linderos del barrio y se comenzaban a ubicar en los emplazamientos más cercanos a la vía férrea. Parpadeos de otro espejo: son como unos treinta, con las insignias de los dispersa-turbas. Una sonrisa fue arrancada de las vetustas facciones del viejo, que sabía muy bien que los dispersa-turbas son poco efectivos en un escenario urbano. Más parpadeos; que cuiden a mi Walliqui. Alguien no sabe, pensó el viejo, que los espejos del barrio por esta vez no se encontraban al servicio de sus dueños particulares, sino para dar una lección a la serpiente blasfema. Un espejo parpadeó de manera extraña y su pequeña luz pronto desapareció en chispazos. Segundos después, el ruido de un disparo. Los demás espejos comenzaron a transmitir mensajes frenéticos. Los Centinelas abrían fuego contra los … chispas, balazo y adiós otro espejo. Que estaban corriendo por la callejuela de … ¡chac! Interrumpido por otro balazo . Quien va a reemplazar el telégrafo de mi negocio en caso de… esquirlas, balazo, mensaje terminado.


El coro de un templo comenzó a escucharse a lo lejos con las notas iniciales del “Brillante Padre Sol” para segundos después unirse el coro de otro templo, a los dos segundos otro más y muy pronto una multitud de coros provenientes de todos los templos de la ciudad. La disonancia inicial dio paso a una pronta coordinación de todas las voces, a las que se sumaban poco a poco los feligreses madrugadores en muchas casas de toda la ciudad. Pachacamac retumbaba en el atronador amanecer musical que espantaba a los pájaros como un monstruo incorpóreo, mientras se esparcía como una mancha de aceite por toda la ciudad. La letra de la canción era indistinguible en la mezcla masiva de tan distintas fuentes, a pesar que los coros de los templos servían para guiarlas. Pero la melodía sí se distinguía con la claridad de cien mil gargantas esforzadas en notas muy parecidas. Algunos materiales hacían una sutil resonancia en ciertas partes de la entonación, de manera que el vidrio, la madera, o el adobe de la ciudad por momentos aportaban sus particulares vibraciones, como armónicos no planeados. Por la orilla sur del Hablador, el silbato de la locomotora comenzó a cortar como la tijera de un sastre el tejido sonoro que alcanzaba los linderos de las vías férreas.


El Jefe de Centinelas miraba a través de su catalejo la llegada del tren al área establecida como peligrosa: una aglomeración de casas de barro al margen del recorrido del tren. El sonido de la poderosa máquina de hierro se adelantaba a su aún más imponente visión: un verdadero dragón metálico que avanzaba con potencia arrolladora, dejando atrás el negro aliento del carbón digerido en sus fauces. Más alto que cuatro hombres y ancho como una casa, estaba forjado y construido para arrastrar tanta carga como cien mil siervos mitimaes. El retumbar de su paso era como un trueno que salía de la tierra hacia el cielo. Parecía la venganza de los hombres del Mundo de en Medio contra los Señores Hananpacha de las alturas: un titán concebido para realizar las proezas que las divinidades se negaban a hacer. El sonido de un golpe contra la coraza del gigante avisó que había comenzado un ataque de piedras en su contra. De algunas casas comenzaron a llover objetos que hacía poca o ninguna mella en la negra capa de la máquina: candelabros, piedras de moler, objetos de herrería, incluso pesadas urnas de alfarería. El Jefe hizo una señal.


Los centinelas comenzaron a incursionar casa por casa para atrapar a los atacantes y saboteadores. Uniformados con paños negros, una capa-poncho rojo ladrillo y cascos de acero, repartían golpes con sus porras de madera a todas las cabezas que se asomaban por su paso. Algunos tenían que usar sus pistolas para abrir puertas aseguradas con cerradura, algo ilegal cuando se declara una zona como área de incursión de centinelas. Aterrorizados por el ruido de los disparos, muchos habitantes que no habían tomado partido en el enfrentamiento salían de sus casas con las manos en alto, solo para recibir porrazos al ser confundidos con atacantes rendidos. Al cabo de algunos minutos, la fuerza entera de los dispersa-turbas se había trabado en un lento y pesado operativo urbano. El viejo de pellejos secos así lo esperaba e hizo una señal. Una turba salió de varios escondrijos muy cerca a las vías. Organizados en cuatro columnas, empujaban una roca gigantesca, oculta hasta ahora en las bodegas de una casa cercana.


La canción matutina había cesado pero se escuchaba otro coro rítmico y marcial. Eran casi cuarenta personas que arrastraban a un paso lento pero seguro el obstáculo que pondría fin al viaje de la blasfema serpiente metálica: una mole rocosa casi del tamaño de la locomotora. El trineo humano terminó la parte ligeramente cuesta arriba, lo más difícil del recorrido. Desde muchas casas, el ruido del dolor y los huesos crujientes por los golpes llegaba como un amortiguado y distante sonido. Los centinelas seguían ocupados luchando contra algunos pobladores, involucrados y no involucrados mezclados en un acto de mero caos. El Jefe de los centinelas se dio cuenta demasiado tarde que no podía contar con sus hombres para detener el enorme peligro que caminaba con ochenta pies y una sola voz de ánimo.


A pocos metros de las vías del tren, sonó un disparo. Un pedacito de la pesada roca saltó en esquirlas. Ochenta pies titubearon y se detuvieron. La voz de alto del Jefe de Centinelas y su segundo al mando se hacía más fuerte, mientras ambos avanzaban con sus pistolas desenfundadas. Se escucharon dos balazos más y la turba se dispersó rápidamente, salvo una sola persona: el viejo de pellejos secos. Desobedeciendo al oficial de los centinelas, el viejo avanzó hacia las vías del tren. El silbato de la maquinaria se hizo más fuerte, y se fundió con el grito del Jefe de Centinelas, que corría hacia el viejo lo más veloz que podía. Los pellejos secos del rostro del anciano no mostraban más emoción que el recuerdo de un desprecio aristocrático no solo por el agente del orden, sino por el mismo tren que aparecía ya por un recodo de la vía, sucedida por una larga columna de humo negro que por un momento parecían las gaseosas e infernales cabelleras de la bestia.


El viejo se sacó su tokapu, el grueso y caro cinturón con signos de distinción, y lo alzó con sus dos manos con la intención aparente que el maquinista supiera quién era: sangre real de la dinastía Alto Cuzco, linaje divino de los hijos del Sol. Aunque ya había pasado la época en que suponía un tabú matar a alguien de ese linaje, todavía existían quienes conservaban las viejas tradiciones. Pero la distancia a la que se encontraba el tren volvía imposible la lectura de los signos del tokapu, incluso para la vista más aguda. Cuando el Jefe de Centinelas se aproximó más, se dio cuenta que el viejo no tenía la intención que el maquinista lo identificara. Estaba gritando algo. Le pedía a su padre divino acabar con el tren lanzando un haz de luz fulgurante. Confiaba en un milagro de los que aparecen en las tradiciones religiosas. Los prodigios celestiales narrados en viejos mitos y tradiciones eran abundantes, sobre todo en las historias de las invasiones de europeos y turcos. Los Señores de Arriba salvaban a último minuto a aquellos que mostraban mayor arrojo y valor: los convertían en personajes de sólida roca, los hacían invisibles, o legiones de criaturas del Hananpacha bajaban del firmamento para devorar a sus enemigos. El viejo confió en un milagro hasta el final.


Con el frontis todavía manchado de sangre, el tren se detuvo en la estación central de Chaclacayo, construida cerca del aún impresionante y bien conservado Palacio de Invierno de Ñahui. Los sirvientes mitimaes no tuvieron el tiempo suficiente para limpiar la maquinaria, porque repentinamente en los andenes apareció Cahuide Wancarima Braganza, Soberano de los Wanca, los Pachacamac, los Huamanga, los Chinchas y los Huarmey, cabeza de estado del Reino Antisuyo. Su túnica de seda china estaba teñida de un rojo imposible bajo la cual se encontraban telas con los intrincados tejidos de simbología anterior al conocimiento de la escritura. Dos enormes orejeras de oro con incrustaciones de piedras preciosas, eran sus únicas joyas, así como el símbolo de quienes detentaban el poder en Antisuyo. Estaba de pie, calzado con simples sandalias porque Cahuide tenía una pésima opinión de otros Soberanos vecinos que gustaban de andar en litera, como el Rey de Tucumán o el Sapa Inca de Quito. Las noticias del incidente en las orillas del río Hablador, en Pachacamac, llegaron a sus oídos antes que el mismo tren por intermedio de los espejos telégrafos del Jefe de Centinelas. Para sorpresa de la comitiva que lo acompañaba, bajó de los andenes a las vías mismas del tren. Los sirvientes mitimaes se hicieron a un lado y con la cabeza hicieron una profunda y temerosa venia de respeto y lentamente se retiraron de allí, como si Cahuide poseyera un aura de varios metros de radio que los estuviera dañando o torturando.


Cahuide pasó un dedo por la superficie de la maquinaria, untándolo en sangre, y lo elevó al cielo. Un momento de estupor y extrañeza invadió a todos los presentes. La corte de los ministros de Cahuide, todos con las enormes orejas deformadas desde la infancia como símbolo de estatus, las esposas del Soberano, los soldados de capas rojas, los centinelas, los asistentes casuales de la estación y los omnipresentes mitimaes, se quedaron mirando al Soberano congelados por la brisa glacial de lo inesperado. La voz del noveno heredero de su dinastía cayó en el silencio y parecía hacer ondas como la piedra en un estanque.


-Esta es sangre de los del Sol, de quienes las leyendas cuentan que fueron tocados por la divinidad para gobernar. Son quienes aún hoy, a pesar de nuestras leyes, gozan de reconocimientos y privilegios especiales. Pero hoy una máquina construida por un Wancarima pudo más que las mil plegarias y el poder divino de un supuesto heredero de los Señores de Arriba. Que los escribas registren esto: el momento en que el linaje prohibido de los del Sol apareció por última vez para apagarse definitivamente. Los estómagos que comen carbón y los corazones que bombean vapor no creen en leyendas, solo en leyes divinas. No se detienen sino ante el verdadero Soberano, ante el poder de los elegidos para gobernar. El arte de las máquinas es el secreto de los Señores Hananpacha, no el linaje ni la sangre de una raza especial.


Cahuide se disponía a salir de las vías y subir de los andenes, cuando una figura sollozante salió del interior del tren hacia él. Era el maquinista, con el rostro desencajado, totalmente negro por el carbón, casi como un demonio salido de las fauces de un monstruo. Llevaba en su mano una pesada pala, pero ante la sorpresa del soberano, se movió rápidamente para asestarle con ella un contundente golpe en la cabeza.


- Sangre por sangre. Sangre por sangre. Padre Sol perdóname. Padre Sol perdóname. Que la sangre de un Wancarima lave mis crímenes, Padre Sol.


El maquinista fue detenido rápidamente, mientras lloraba, gritaba y se movía como un frenético. Cahuide Wancarima Braganza falleció tres días después, a pesar de los esfuerzos de los cirujanos y chamanes de Antisuyo. Su ataúd fue llevado a los funerales de Estado a bordo de su amado tren. Como parte de su última voluntad, el mismísimo inventor del ferrocarril, Vladimir Voroznizevh, asistió al funeral en Pachacamac, un nublado día de Agosto en el año 1983 del calendario cristiano.

***

Andrés Francisco Paredes Salgado Editor y guionista ("entre mis trabajos de guión, está el de un largo animado aún no producido y varios trabajos para Discovery Channel Latinoamérica"). Actualmente trabaja en Canal 7 como postproductor. Estudiante de Ciencia Política y aficionado a la historia. Conduce el blog "Océano de Mercurio".

El año de Drácula (Kim Newman)



Debo confesar, con toda humildad, que nunca antes había leído nada de lo publicado por la editorial Timun Mas. Tenía mis razones. Las principales, el no ver publicado en dicha casa editora a ningún autor "conocido"; y las referencias nada halagüeñas sobre la calidad del contenido de dichas obras. La más importante consiste en el hecho de que la mayoría de títulos que he visto publicados por Timun Mas no son novelas independientes, sino que constituyen sagas que además suelen entrecruzarse con otras sagas, y así... mi bolsillo difícilmente puede soportar la adquisición de trilogías.

La casualidad vino en mi favor. Tras visitar la casa de un amigo cuya biblioteca de ciencia ficción merecería de suyo un artículo, le solicité que me prestara "algo ligero" para leer. Y tuvo a bien prestarme "El año de Drácula" y su continuación, "El sanguinario Barón Rojo", novelas que, oh sorpresa, habían sido publicadas bajo el sello editorial de Timun Mas. El autor: Kim Newman.

Tal como me ocurrió a mi, supongo que las portadas de ambas novelas podrían inducir al eventual lector a creer que se encuentra ante una más de las tantas noveluchas sobre vampiros que se suelen encontrar. La portada de "El año de Drácula", por ejemplo, nos muestra un escudo de Inglaterra cuyos elementos han sido alterados dramáticamente: el león y el unicornio convertidos en vampiros, el dragón devorando a San Jorge, etc. En la portada de la segunda novela, observamos a un vampiro de apariencia feroz surgiendo de una especie de vaina. Como para pasarse de largo, ¿no?

Pues bien, estos libros justifican aquello de "no juzgar por las apariencias". Son magníficos ejemplos de ucronías que, pese a contar con un trasfondo clásico de novela de horror -los vampiros- se inscriben perfectamente dentro del género de ciencia ficción.

"El año de Drácula" se basa en la siguiente premisa: el archienemigo del Conde Drácula, Abraham Van Helsing, no logra destruirlo. Antes bien, Drácula logra difundir el vampirismo en Inglaterra a tal punto, que los vampiros son reconocidos como súbditos ingleses, convirtiéndose el propio Drácula en príncipe consorte de la Reina Victoria.

Así, la historia de Inglaterra (y del mundo) es reescrita a partir de 1885. Muchos personajes de la ficción de ese entonces también aparecen en esta novela, adaptando sus acciones al nuevo entorno vampírico. Aparecen Fu-Manchú, el Dr. Jekyll, el Dr. Moureau, Oscar Wilde, el propio Bram Stoker y otros más.

En sí, la trama de la novela se centra en los asesinatos cometidos por un criminal apodado en un principio "Cuchillo de plata", quien se dedica a asesinar vampiras prostitutas. ¿Le suena conocido? Pues si, se trata de Jack el Destripador, quien sigue cometiendo sus crímenes en Whitechapel. Pero ya no asesina mortales (en la novela, se los llama "cálidos"), sino vampiras. Y el móvil de la acción es la investigación que efectúa el héroe (tiene que haberlo, incluso en esta realidad alternativa) Charles Beauregard, miembro del enigmático Club Diógenes, a fin de descubrir al misterioso asesino.

Considero que ésta novela cae dentro del marco de la ciencia ficción antes que en el género de terror por varias razones. La primera de ellas, que el vampirismo aparece como una condición adquirida antes que una maldición de matices religiosos. Por supuesto, no todos los aspectos de la condición vampírica han sido resueltos, pero se considera que la ciencia, encarnada en personajes como Charles Darwin (mencionado en la novela), lo hará algún día. La plata les causa daño, al igual que una estaca clavada en el corazón; pero el temor a los crucifijos se considera una mera superstición entre los vampiros. De hecho, Drácula se casa con la reina Victoria en la abadía de Westminster. El hecho de que los vampiros no se reflejen en los espejos es también objeto de especulaciones científicas.

Lo mejor de la novela es que muestra una sociedad en la que la convivencia entre humanos y vampiros resulta creíble, al punto que los vampiros, otrora considerados poderosos seres de la noche, no son inmunes a las taras, enfermedades y contrariedades económicas que aquejan a los "cálidos". Hay vampiros torpes que no pueden transformarse en animales. Pueden coger enfermedades según la víctima que muerdan, y es que no es lo mismo sangre de tipo A o B. Otros desarrollan extrañas modas basados en su condición de vampiros. El propio Drácula es comparado con otros vampiros tan antiguos como él, al punto de ser considerado decadente y vulgar, además de ser un príncipe "que cuando estaba vivo, profesaba la religión católica", algo muy difícil de aceptar por los conservadores anglicanos, siempre recelosos de los "papistas". Como vampiros, tampoco carecen de prejuicios: una de las medidas dictadas por el otrora Conde es el empalamiento de homosexuales, humanos o vampiros.

Si bien la novela está ambientada en Inglaterra, seres de otras latitudes aparecen según convenga a la trama, revelándose la existencia de otros vampiros tanto o más antiguos que Drácula, quienes tienen sus propias ideas acerca de la política entre los no muertos...

El Londres compartido por cálidos y vampiros es un lugar fascinante, abigarrado y colorido, al mismo tiempo que miserable y putrefacto. La revolución industrial que convierte a Inglaterra en la primera potencia de su tiempo, también tiene lugar en esta ucronía vampírica. Londres se convierte en una ciudad que, literalmente, nunca duerme.

Si bien la novela privilegia la acción antes que la reflexión, definitivamente es, a mi juicio, más entretenida y creíble que "Entrevista con el vampiro", de Anne Rice. El vampirismo no convierte a las personas en criaturas todopoderosas, a menos, claro, que incluso de vivos hayan sido personajes influyentes. Tiene sentido. Un vampiro solo, es un monstruo. Muchos vampiros son una sociedad.

Un hecho a destacar, aunque meramente anecdótico, es la re-escritura del mito del pistolero norteamericano Billy Harrigan o Billy El Niño, "Billy The Kid", quien resulta ser un vampiro asesinado por un Patrick Garret armado con balas de plata. Me pregunto si Carlos Marx no habrá sido también un vampiro también.

El Conde Drácula, ahora Príncipe Consorte, no aparece como personaje sino al final de la novela, y el aspecto que tiene (al igual que los ambientes del palacio real) no dejan de ser una sorpresa. En esta entrevista concedida por los reyes a Charles Beauregard y Genevieve Dieudonné (protagonista además de otras novelas de la serie Warhammer, de la misma editorial), se decide el destino de Inglaterra.

Claro, la novela no es perfecta, hay momentos en los que la trama policial se convierte en burocrática, y los personajes no hacen más que ir de un lado a otro, creando situaciones un tanto confusas. Pero esto solo ocurre en pocos capítulos, dejando un gran resto de novela que se lee sin dificultad.

En resumen, si pueden, consíganla. No hay precio excesivo para esta sangrienta joya del entretenimiento.


Daniel Salvo (reseña publicada originalmente en Velero 25)



NOTA: La novela ha sido reeditada por el sello Alamut, con el título La era de Drácula).

Horizontes de fantasía (Carlos E. Saldívar)




Horizontes de fantasía

Carlos E. Saldívar


Reseña de: Jack Flores Vega


¿La Fantasía como personaje central? ¿La Fantasía como eje temático? Es a lo que parece apostar este libro de relatos que engloba las posibilidades y las variedades de este recurso del que se vale todo aquel que hace arte con la palabra. Desde el Mahabarata o el Ramayama hasta los cuentos de Andersen y Cortázar, la fantasía ha dado muestras de ser maleable y moldeable a la sensibilidad del creador. Quizás poco se ha hablado —y comparado— de la fantasía desmesurada del Ramayana o la fantasía conmovedora de Andersen o la fantasía perturbadora de Cortázar o Borges. El estudio sería interesante. Y es que el libro Horizontes de Fantasía de Carlos Saldívar, compuesto de 16 relatos tiene en común algo sobresaliente: la fantasía. Una fantasía sui generis; la puerta entra por la ventana o la ventana sale por la puerta, el robot no es robot sino otro ser, el narrador del cuento se mete en el cuento y solo así puede darle el final deseado; un toro aparece sentado frente a la ventana del narrador que está en su cuarto; un hombre que al entrar al mar ve sus piernas convertida en cola de pez; un cuento que cuenta su historia, etc. ¿Cómo catalogar la fantasía de Carlos Saldívar? Quizás si nos aproximamos a una teoría de lo fantástico podemos ir rodeándola y encontrarles un lugar. Tzvetan Todorov, conocido estudioso del género, diferencia tres categorías dentro de la ficción no realista: lo maravilloso, lo insólito y lo fantástico. Según él si el fenómeno se explica al final de forma racional estamos en lo insólito, si no se explica estamos en lo maravilloso, y aquí le da lugar a los cuentos de hadas, de brujas, etc. Pero lo fantástico, para Todorov, viene a caber entre lo insólito y lo maravilloso. Es la duda, dice, entre una explicación racional e irracional. Lo fantástico vendría a ser el tiempo de incertidumbre hasta que el lector opte por una de ellas. Si nos valemos de esta teoría, habría que poner la fantasía de Saldívar en lo maravilloso… hasta encontrar una explicación racional. Una muestra: el relato Una nueva historia trata del narrador que empieza a contar una historia de niños que lloran. Ellos se alejan de sus hogares por el campo y al caer la noche ya no pueden regresar; los niños empiezan a llorar. La luna se compadece de ellos y los hace dormir. El sol, al amanecer, les ayuda a encontrar el camino. Los niños llegan a su hogar, solo que al buscar a sus padres no los encuentran: solo hay unos ancianos que no los reconocen. Los niños vuelven a llorar. Había pasado mucho tiempo. Todo era diferente. El relato, se podría pensar, que es un típico cuento de hadas, pero no lo es; no tiene el tono ni las características de un cuento lúdico, sino versa, mas bien, sobre el tiempo… y la fantasía; la fantasía que en otros relatos es mucho más compleja. Por eso, tal vez sea necesaria otra lectura —y otra teoría— para captar las distintas miradas de lo maravillo que hay en los relatos de Horizontes de Fantasía de Carlos Saldívar. El reto está lanzado. Leámoslo.

Revista NM N° 7



NM N° 7


Ediciones Turás Mor


VV.AA.


Portada: Bárbara Din


Imbolc 2008




La continuidad de un proyecto editorial a largo plazo es algo digno de destacarse, y más aún si esta continuidad nos permite estar en contacto con autores que de otro modo no tendríamos oportunidad de conocer. Así de directo.


NM, de Ediciones Turás Mor, dirigida por Santiago Oviedo, es de esas publicaciones que “deberían” ocupar un lugar expectante dentro de la producción fantástica en idioma español. Basada en la internet, su trascendencia por encima de cualquier frontera física no guarda, sin embargo, concordancia con el impacto que debería tener en el fandom lector: parece que a los hispanoamericanos no nos gusta arriesgar por nosotros mismos.


Por suerte, esta realidad – que esperamos cambie a mediano plazo – no impide que publicaciones como NM continúen apareciendo.


Lo único malo de NM es no poder leerla al ritmo de su publicación. Recién he terminado el número siete, pese a que al momento de publicar este comentario, marzo de 2011, van por el número diecinueve, que puede descargarse en diversos formatos, de manera gratuita.


El siete es un número cabalístico. Si ya lo pasaron, al igual que el número trece, eso quiere decir que tendremos NM para rato.


Y eso es una buena noticia.

Daniel Salvo



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Perturbación (José A. González Castro).- Un cuento lovecraftiano, sin serlo en el fondo. El ánsia de comprobar la existencia del alma lleva al protagonista a experimentar con objetos antiquísimos, llenos de la maligna esencia de los demonios del mundo antiguo.



Terraformación (Paula I. Salmoiraghi).- La transformación del planeta Venus en un entorno capaz de albergar vida, para luego ser colonizado por terrestres, es mostrada como un proceso con muy poca épica y mucha melancolía, no exenta de cinismo.



Heráclito en “Blade Runner”: el asomo del no ser como esperanza (Jesús A. Morales Rojas).- Enjundioso ensayo filosófico en torno a la película del mismo nombre, y las lecciones que nos deja.



El centro del tiempo (Claudio Biondino).- Una deslumbrante historia de viajes en el tiempo, en la que se produce un choque entre voluntades que, buscando lo mejor para la humanidad, intervienen en su evolución y desarrollo “antes” de que aparezca la civilización humana como tal. Tal enfrentamiento lleva a una paradoja, pero también, a una siniestra forma de inmortalidad.



Un viaje al ombligo del mundo (Fernando Bonsembiante).- El consumo de drogas es algo que no puede tomarse a la ligera. Sobre todo, por que además del consumidor, existe el creador de las drogas, al cual solemos atribuirle intereses meramente crematísticos. Inventar drogas para luego venderlas, probándolas primero entre consumidores que no saben que son parte de un experimento, puede parecer algo criminal pero humano al fin y al cabo. Pero, ¿y si los creadores de ciertas drogas tuvieran otros intereses distintos a la mera obtención de beneficios económicos? Ojalá que por lo menos sean benévolos.



El regreso del hombre muerto (Sergio Gaut vel Hartman).- Tenso relato en torno a uno de los sueños más acariciados por la mayoría de seres humanos: que nuestros seres queridos puedan resucitar. En este caso, el hombre muerto que regresa de la muerte, es un cadáver reanimado por la ciencia -un “recuperado”- con pensamientos y voluntad propia. Pero frente a esta realidad – que ni el mismo entiende-, están los hijos, quienes se debaten entre las dos únicas posibilidades que tienen para enfrentar la situación: o bien el padre realmente ha sido “resucitado”, o están ante una especie de zombie cargado con las memorias del padre y activado como si fuera un juguete. ¿Podría ser ese el futuro de la humanidad, la posibilidad de vencer a la muerte? Pero en realidad, ¿qué es lo que regresa de la muerte?

Cronopaisaje (Gregory Benford)



Después de un atracón de novelas y cuentos fantásticos, refresca la lectura de una obra de ciencia ficción dura, con todos los elementos de interés que dan su toque especial al género – el sentimiento de la maravilla -, y que además permiten sobrellevar los algo innecesarios episodios dedicados a los devaneos sentimentales de los personajes de Cronopaisaje. Que no carecen de interés, pero como que resultan algo fuera de lugar. Las peripecias de un científico venido a depredador sexual o el drama de otro científico de origen judío cuya madre no soporta que se haya involucrado con una mujer que no es de su agrado bien podrían ser materia de alguna novela de Philip Roth, quien, por cierto, es mencionado en el texto. Pero en un texto de ciencia ficción...


Fuera la quincalla, en cambio, tenemos una historia genial: en 1998 (es el futuro, hay que tener en cuenta que Cronopaisaje fue escrita en 1980), la Tierra atraviesa por una crisis debido a los inmanejables grados de contaminación de los océanos, debido al abuso de ciertos pesticidas. Una molécula fuera de control se multiplica y está invadiendo todo. No se avizora ninguna solución a la vista, excepto lo imposible: enviar un mensaje al pasado y prevenir a la humanidad para evitar la contaminación del futuro. Y aquí, Benford se luce como científico y divulgador.


El método postulado para enviar el mensaje es el siguiente: se ha descubierto que, bajo ciertas condiciones, los átomos emiten un tipo de partículas denominadas taquiones (del griego tachys, rápido o veloz). Estas partículas tienen la propiedad de moverse más rápido que la luz (al menos en teoría), lo que significa que para dichas partículas, lo que llamamos tiempo vendría a ser una masa sólida, la cual pueden atravesar en una u otra dirección. Es decir, los taquiones pueden moverse “hacia adelante” (futuro) o “hacia atras” (pasado) a través del tiempo. Por consiguiente, es posible que una emisión de taquiones pueda ser enviada hacia atrás en el tiempo, codificar un mensaje en la misma dirigido a los científicos del pasado y esperar que lo descifren, y así evitar la contaminación del futuro.


Este experimento requiere de condiciones especiales, tanto en el futuro (o presente) como en el pasado: los momentos del pasado en los que podría haberse “recibido” la señal emitida desde el futuro han de haber sido escasos. Luego de una laboriosa investigación, se encuentra el siguiente dato, un experimento con indio (metal capaz de reaccionar ante los taquiones) realizado en los Estados Unidos en la década de los sesenta. El objetivo consistirá en emitir los taquiones hacia ese momento en el tiempo, y estimular así al metal indio con los taquiones enviados desde el futuro. Simple, ¿no?


Ahora, nos encontramos ante el problema científico en estado puro. ¿Los taquiones realmente existen, o son meros postulados teóricos? ¿Se pueden obtener? ¿De obtenerlos, se podrán dirigir “hacia el pasado”? Y, lo más angustiante de todo, de ser posible todo lo anterior, ¿la gente del pasado podrá efectivamente captar la emisión? Y de hacerlo, ¿tomarán a tiempo las medidas para evitar la contaminación mundial que podría llevar a su extinción a la raza humana?


El 1998 imaginado por Benford, ambientado en Inglaterra, no es ningún paraíso pero tampoco una pesadilla distópica. De hecho, parece que los problemas personales de algunos protagonistas acaparan la atención del autor antes que el tema principal de la novela. Básicamente, hay una discusión en torno al éxito del experimento y a los costos que genera el mismo, situación que se resuelve de una manera obvia y al mismo tiempo contundente.


En contraste, la situación en los Estados Unidos de los sesenta no es menos interesante. Científicos vistos como héroes por una sociedad que, sin embargo, se siente amenazada por uno de los productos de la ciencia: la bomba atómica. Mezquinas luchas por el poder y el reconocimento que se dan al interior de las instituciones académicas. Y sobre todo, algo que el lector sabe pero que los personajes – encabezados por el físico Stuart Gordon – ignoran: que desde el futuro se viene un mensaje en forma de emisión de taquiones, que, según se ha previsto (desde el futuro), aumentarán la temperatura de una placa de indio durante un breve período de tiempo. ¿Podrán los científicos de los sesenta percibir estos efectos? ¿Podrán captar el mensaje y descifrarlo? Y de hacerlo, ¿podrán convencer al resto de sus colegas de que efectivamente están recibiendo mensajes del futuro o de otro sitio apenas concebible, en lugar de convertirse en el hazmerreir de la comunidad científica?


Es, por donde se mire, un tremendo salto especulativo, que Benford describe con el ritmo angustiante de un thriller (al que luego traiciona introduciéndole extensos melodramas que no parecen cumplir otra función que llenar páginas).


La audacia especulativa, empero, logra salir indemne a lo largo de la novela, que arriba a un final sorprendente y a la vez coherente con la historia que conocemos, no sólo de nuestra civilización, sino del origen del universo entero. Un clásico.


Daniel Salvo