jueves, 20 de mayo de 2010

Eclosiones de lo fantástico en el Perú

Eclosiones de lo fantástico en el Perú



"Antología y mitología del cuento fantástico peruano: de 1977 al 2010"
Alejandro Neyra
Ministerio de Relaciones Exteriores

“La cultura incaica en dos cuentos de ciencia ficción”
José Donayre
Escritor y periodista

“Notas para un canon fantástico peruano contemporáneo”
Elton Honores
Universidad San Ignacio de Loyola



Viernes 28 de Mayo de 2010 6:30 pm.

Sala de Conferencias de la
Casa de la Literatura Peruana

Jr. Ancash 207 - (Antigua estación de Desamparados) - Cercado de Lima.

Organizan:

Tinta Expresa, Revista de Literatura / Casa de la Literatura Peruana

sábado, 1 de mayo de 2010

Editorial: Cuidado con los niños





Durante la tercera semana de abril de 2010, el Perú fue notificado a través de los medios noticiosos, de un hecho terrible: dos hermanos, de 10 y 8 años, mataron a golpes a otro menor que estudiaba en su mismo centro de estudios. El móvil serían los celos que sentirían los hermanos respecto a la víctima, por ser el alumno más destacado de la clase.


Es triste comprobar, ante casos así, cómo algunas de las pesadillas imaginadas desde la ciencia ficción se pueden cumplir en la realidad. En novelas como Furia feroz o El señor de las moscas, podemos ver un atisbo del callejón sin salida a donde nos pueden llevar las manipulaciones que efectuamos sobre nuestros hijos: una sociedad distópica cuyos miembros adultos rijan sus vidas según las Leyes de mercado de Richard Morgan, donde el asesinato está permitido por las leyes, siempre y cuando lo justifique un motivo socialmente aceptado, como puede serlo la búsqueda de un aumento de sueldo.


Son bastantes las imágenes que nos ofrece la ciencia ficción respecto al mundo de los niños. Desde la infancia feliz de No más duendes de Ben Bova y Gordon R. Dickson a las bucólicas memorias rurales de El vino del estío de Ray Bradbury. O las manifiestas alteraciones del desarrollo infantil, convirtiendo a los menores en militares en El juego de Ender de Orson Scott Card, o en simpáticos sinvergüenzas como Los Stone de Robert A. Heinlein. Las niñas también están, aunque las imágenes de las mismas no suelen ser entrañables. Otra vez Heinlein nos regala a la rebelde (pero en el fondo conservadora) Podkayne de Hija de Marte, que sin embargo no le llega ni a los talones (en antipatía) a la Arcadia Darell de Segunda Fundación de Isaac Asimov.


Como en estas ficciones, en la realidad, también los niños son, en buena cuenta, producto de lo que los adultos depositamos en ellos, aún a pesar de lo que serían las tendencias innatas producto del bagaje genético. Los niños siempre son responsabilidad de alguien más, ya sean sus padres o tutores. Los niños no aparecen por generación espontánea, y el mundo al que llegan es el mundo que les damos nosotros, los adultos. Aprenden el idioma de nosotros. Aprenden a leer con los libros que les damos. Miran la televisión que producimos. Aprenden a conducirse imitando lo que ven hacer a otros. Eso es la socialización.


Si seguimos empeñados en construir una sociedad distópica, en la cual se admira a las autoridades "que roban pero hacen obra" (como si ejecutar obras en favor de la comunidad no fuera la obligación de ministros, alcaldes y otras autoridades), no nos extrañemos por la aparición de niños que, tal vez siguiendo ejemplos paternos, puedan pensar que el matar a un compañero que pueda opacarlos en el futuro sea una opción válida de comportamiento.


Total, sólo son niños. Ya aprenderán a hacer las cosas mejor.



Daniel Salvo

mayo de 2010

Reseña: Furia feroz (J.G. Ballard)




Inexplicablemente, la versión editada por Minotauro en su sello Booket clasifica esta novela como de "crimen y misterio". En buena hora para mí, por que de haberla etiquetado como ciencia ficción, es poco probable que hubiera arribado a nuestras costas peruanas.

Ahora bien, considerarla como de "crimen y misterio", o más a la antigua, como policial, no es del todo desacertado. Efectivamente, hay un crimen, y bastante horrendo: un día cualquiera, en Pangbourne Village, un condominio cerrado, suerte de isla urbana artificial cuyos integrantes pertenecen todos a familias ricas, felices y exitosas, todos los adultos amanecen muertos. Asesinados de una u otra forma. Y los hijos, desaparecidos. Ante este "crimen y misterio", aparece la figura arquetipica del detective-que-sabe-más-que-la-policía, en este caso, un cansino y anodino siquiatra llamado Richard Greville, a quien el lector bien puede imaginar usando un abrigo a lo Humphrey Bogart en lugar de una bata de médico. Greville colabora con la policía para descubrir al asesino, o asesinos, y averiguar el paradero de los niños. Casi, casi, casi un thriller más.

Excepto que se trata de un thriller escrito por J.G. Ballard, el Ballard que dijo aquello del espacio interior, el Ballard cuya ciencia ficción explora no el futuro lejano sino los próximos quince minutos. El Ballard capaz de resolver el misterio a la mitad de la novela, para luego construir otro argumento centrado en los antecedentes del crimen y su vinculación con el resto de la sociedad, tanto la de la novela como la nuestra. Por que es imposible no identificar a los asesinos como seres engendrados por nuestras mejores intenciones, y que no siempre es la falta de educación o de oportunidades la que convierte a un ser humano en un criminal. El pesimismo de Ballard es total: parece decirnos que hagamos lo que hagamos, la sociedad humana siempre mantendrá su cuota de antisociales e inadaptados, y que dicha cuota va en aumento. La ambientación de la novela a finales de los años ochenta del siglo XX no la hace menos "futurista".

Más aún, la identidad de los criminales, cuando deja de ser un secreto, deviene en fastidio para las autoridades. La sociedad no quiere admitir sus errores, y prefiere barrer la basura debajo de la alfombra. Esto produce otro giro de tuerca: el siquiatra que fungía de detective se convierte en morboso observador del accionar de los criminales - a quienes no se puede o no se quiere capturar - durante los años posteriores a los acontecimientos ocurridos en Pangbourne Village. Como solemos hacer todos: limitarnos a atestiguar el desastre, contribuyendo así al suicidio colectivo.

Esta vez, con mucho acierto, el texto de contraportada pone: "Una reflexión mordaz sobre la violencia, la educación y la sobreprotección de la infancia".

Daniel Salvo

El señor de las moscas (William Golding)





Lo admito, El señor de las moscas está aparentemente fuera de lugar en un blog dedicado a la ciencia ficción. No es una historia ambientada en el futuro ni en un planeta exótico. No hay invenciones maravillosas ni extraterrestres.
Pero si vemos a esta novela desde otro punto de vista, esto es, como el desarrollo de un experimento que consiste en dejar completamente solos, en un isla desierta, a un grupo de niños provenientes de un internado inglés, para ver cómo reaccionan en semejante situación, pues tenemos la mesa servida para disfrutar –en la medida que la novela lo permita – de un fuerte remezón en nuestras creencias respecto a la niñez y a la humanidad en sí.
Casi podría decirse que El señor de las moscas es el reverso de Furia feroz, de J.G. Ballard. Sólo que en lugar de una urbanización cerrada apta sólo para la elite, tenemos una isla desierta. Igual, se trata de espacios que sugieren un aislamiento radical de la sociedad. En lugar de padres obsesionados por el desarrollo de sus hijos, al punto de sofocarlos con tanta sobreprotección, tenemos un espacio totalmente carente de presencia adulta, ya se trate de padres o de cualquier otra instancia con los atributos que los adultos tienen (o tenían), en general, para con los niños: respeto, autoridad, orden… y también autoritarismo, abuso, prepotencia, manipulación, etc. Que no es lo mismo el Albus Dumbledore de las primeras novelas de Harry Potter que algún cura pedófilo de nuestros tiempos.
En El señor de las moscas, un accidente de aviación sitúa a unos niños en una isla desierta. Durante los primeros días, asumen el liderazgo los niños de comportamiento más maduro y racional. Instituyen una serie de reglas de convivencia, que efectivamente les resultan muy útiles dada la situación. Consiguen refugio de la intemperie, alimentación y una sensación de confianza hacia el futuro. Empero, en este edén también hay serpientes, encarnadas en los clásicos matones de la clase, a quienes les fastidia todo ese asunto de las reglas, la razón y el altruismo. Más que seguir la voz de la razón (que podría estar representada por Piggy, el también clásico gordito de lentes, más amigo de los libros que de los deportes), prefieren seguir lo que les sugiere el señor de las moscas: un cráneo de jabalí en torno al cual los niños han elaborado un ritual que parece el principio de una religión primitiva, con lo que los “malos” cierran un círculo aparente: huyendo de un tipo de reglas (o restricciones) acaban cayendo en otro, basado en una supuesta libertad que es en el fondo una esclavitud de tipo más primitivo, como puede serlo el temor reverente que sienten ante un simple hueso que han convertido en ídolo. Entonces, la supuesta liberación de la autoridad adulto-paterna acaba extinguiéndose, porque la regresión total en la que caen los niños (queriendo acabar con cualquier rasgo de racionalidad o bondad) es, en buena cuenta lo que el señor de las moscas les susurra y ordena.
Uno se pregunta por las conclusiones a las que nos conduce la novela. El hombre es lobo para el hombre, y por ende la agresión entre nosotros es nuestro destino final. O el hombre nace bueno y la sociedad (el contacto con los adultos, que no se extingue por que los llevamos dentro) lo corrompe, de modo que deberíamos acabar con toda la historia previa de la humanidad (ya lo intentó Pol Pot, y se saben los resultados). En todo caso, El señor de las moscas es un libro para revisar siempre.

Leyes de mercado (Richard Morgan)



Uno de los pocos libros que he terminado con alivio y temblando.

Con alivio, por que es como una pesadilla sin solución de continuidad. No hay ni siquiera el engaño de un falso final feliz con vuelta de tuerca, ni final ambiguo o salidas filosóficas tipo Matrix.

Peor aún, ni siquiera queda el consuelo de pensar que se trata sólo de una ficción. Bien sabemos que las leyes de mercado se aplican indefectiblemente… aquí y en la China.

Estamos a fines del siglo XXI. El mundo del futuro no ha progresado tanto tecnológicamente como para diferenciarse del nuestro de manera radical. Hay colonias en Marte, pero son tan importantes para el ciudadano común como las bases de la Antártida de hoy en día. Las telecomunicaciones son más veloces, las armas más potentes, los ricos se han hecho más ricos, las repúblicas bananeras siguen siéndolo.

Excepto que ahora, matar por dinero es legal. Un acto oleado y sacramentado por la legislación vigente, que puede además convertirse en espectáculo, generando así un efecto de incremento de riqueza (abundan las personas asquerosamente ricas en esta novela).

Precisemos. No se trata de cualquier tipo de asesinato. El protagonista, Chris Faulkner, es un zektiv (ejecutivo), ambicioso como el que más, dispuesto a todo para llegar a lo que considera la cima, esto es, el control de una de las oficinas de la megaempresa en la que trabaja. La oficina que se ocupa de intervenir (y fomentar) conflictos internacionales, para luego colocar armas, provisiones y pertrechos. Negocio redondo.

Y si para llegar a esa cima Chris Faulkner debe matar, pues lo hará. Sólo que en este futuro (es triste decirlo, bastante probable), el asesinato sólo se considera un crimen si lo comete algún pobre diablo. En cambio, si se produce en el contexto de un duelo entre vehículos (a modo de una justa medieval entre caballeros de armadura), en el cual dos zektivs compiten por un puesto o un aumento salarial, no es un crimen. Es uno de los tantos métodos que tiene el mercado de colocar a los mejores al mando de todo.

Debo confesar que, conociendo parte del argumento, por la contraportada del libro, se me hacía bastante inverosímil un futuro así, donde la fuerza bruta y el desprecio por la vida humana puedan constituirse en condiciones determinantes para el ascenso de un hombre de negocios… hasta que caí en la cuenta de que eso ya está ocurriendo desde hace mucho en uno u otro lugar. Si bien no siempre contamos con pruebas, casi todos “sabemos” de alguna vendetta entre empresarios rivales, algún caso de acoso sexual que trae como resultado un ascenso o de algún regalo oportunamente entregado a algún intachable representante del Poder Judicial, y así en progresión ascendente.

De modo que si ya contamos con la base, esto es, las leyes de mercado operando a plena potencia… ¿qué falta para que se legalicen ciertas prácticas? La respuesta de Morgan es deprimente por lo acertada: tan sólo falta que alguien rico y poderoso las realice, para que se conviertan en norma. Como ha ocurrido con casi todas las normas que rigen nuestra civilizada sociedad. Claro, también hay normas “tuitivas”, dadas a favor de los más débiles miembros de nuestra sociedad. Pero díganme en qué país se cumplen primero estas leyes en lugar de las leyes que favorecen a los otros.

Superado el escollo de la suspensión de la incredulidad (vamos, si Morgan fuera peruano, la habría tenido más fácil), se nos pinta el posible mundo de finales del siglo XXI, hiperviolento y despojado casi por completo de cualquier asomo de solidaridad. Los pocos “buenos” que aparecen en la novela tienen muchas razones pero poco poder.Claro que Chris Faulkner no es inmune a los efectos que conlleva el sobrevivir en esta sociedad. A veces busca alguna salida, como integrar algún organismo internacional de beneficencia, o trasladarse a algún país escandinavo. Pero la sensación de inutilidad y el discurso vacío de estas opciones sólo le devuelven las ganas de seguir viviendo en el mundo creado por las leyes de mercado: Chris Faulkner es un engranaje consciente de serlo, y le gusta, aunque su vida no sea otra cosa que un eterno correr hacia una cima inalcanzable. No importa si en el camino mueren algunos cuantos, pues las inexorables leyes de mercado nos dicen que los ineficientes no tienen razón de ser.

¿Ciencia ficción, literatura prospectiva, panfleto de denuncia al estilo “La granja de los animales” de George Orwell? Un libro que ningún perfecto idiota latinoamericano, ni su contraparte, debería dejar de leer.

Daniel Salvo (publicado originalmente en Velero25, diciembre de 2007)