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martes, 29 de abril de 2014

Roma eterna (Robert Silverberg)


Una gran obra de Robert Silverberg, a pesar de las muchas opiniones en contra que he hallado en la internet. El elemento de ciencia ficción está muy diluído, pero es que se trata de una versión alternativa de nuestra historia en la cual nunca surge el cristianismo, ni religión monoteísta alguna, con lo que obtenemos un Imperio romano que supervive hasta el presente... con altas y bajas. 

Así, en lugar de durar siglos, el Imperio Romano perduró por milenios.  Silverberg condensa esta dilatada historia en once relatos, a través de los cuales se nos narra cómo enfrentó Roma a las diversas crisis que pudieron dar origen a su fin o decadencia. A veces por azar, a veces por necesidad, siempre hubo un romano dispuesto a actuar en el momento preciso, ya sea un decadente (en apariencia) emperador, o un burócrata de segunda destacado a alguna lejana provincia situada en Arabia. Casi como las crisis psicohistóricas previstas por Hari Seldon en el ciclo de las Fundaciones, de Isaac Asimov, pero sin un deus ex machina fungiendo de oráculo.

Creo que el elemento que muchos han criticado (el que los acontecimientos ocurran de manera muy lenta, y que el Imperio como sistema de gobierno parezca, efectivamente, eterno y omnipresente, al punto que emperadores cuyas vidas han transcurrido milenios atrás en esa continuidad histórica, continúan siendo admirados y recordados por los romanos de la posteridad), es precisamente lo que le da al libro un sabor característico y singular. Qué importa que la historia que conocemos acabe "repitiéndose" en ese mundo de Pax Romana, con sus guerras contra los bárbaros, su renacimiento, su descubrimiento (y fallida conquista) de América, sus revoluciones francesa y soviética... El hecho es que, al no desaparecer jamás el Imperio Romano, la noción de su eternidad y permanencia (y sentido de su necesidad histórica) llega a convertirse en un elemento sine qua non del mundo descrito por Silverberg, y en consecuencia, consigue hacer plausible esa lentitud del transcurso de la historia, ese perpetuo mirar en el pasado que es al mismo tiempo presente, por que, de otro modo, ¿cómo podríamos hablar de una Roma Eterna? Sin otro "poder universal" que se le oponga (léase cristianismo, islamismo o cualquier ideología masiva que ofrezca una real alternativa a un mundo imperial, a esa eterna pax romana), ¿qué podría impedir su supervivencia?

Otro factor que me ha hecho gustar de este libro es, quizá, la lejanía. Entiendo que mis amigos españoles, herederos mas bien directos de la cultura romana y por ende, mejores conocedores de la misma, encuentren fallos y puntos débiles en la ucronía creada por Silverberg (esa mención a San Martín, en un mundo que carece de santos...). Pero para quienes somos herederos mas bien indirectos de esta cultura, los moradores de extremo occidente, el imperio romano sigue teniendo un exotismo que no se ha extinguido ni siquiera después de las películas hollywoodenses que lo muestran como la fuente de toda decadencia y perversión, en contraste con el límpido mundo judeo-cristiano (aunque no debemos olvidar que el mismo apóstol San Pablo hizo valer, al parecer con mucho orgullo, su ciudadanía romana), cuya expresión más acabada vendría a ser, para algunos, el universo norteamericano WASP (blanco, anglosajón y protestante) de los años cincuenta, que más que una Roma eterna, parecía la entronización del deseo de una eterna edad de piedra, plenamente encarnada en otro producto de ficción, la serie de dibujos animados The flintstones, un estilo de vida entre asexuado y bobalicón, aunque no exento de gracia.

Pero viviendo en Perú (ah, qué delicioso error comete Silverberg al darle un nombre mestizo a nuestro Tawantinsuyo), en esta Nueva Roma, en este nuevo mundo perpetuamente desorganizado y caótico, carente de esa pax romana que, mal que bien, contribuyó a darle estabilidad al mundo, Roma eterna ofrece más que sueños de grandeza (y decadencia), nos muestra justamente eso que tal vez conocimos con Pachacutec o Tupac Inca Yupanqui, pero de lo que no se tiene memoria: la solidez institucional, la noción del orden, el orgullo de formar parte de una cultura que trasciende al individuo y a su circunstancia... Claro, siempre hay el riesgo de caer en el fascismo, el racismo y otras anomalías. Pero es imposible vivir sin riesgos.

Pueden leer otro estupendo (y más detallado) comentario a la novela en el blog La tormenta en un vaso.

Daniel Salvo

martes, 26 de marzo de 2013

Patria (Robert Harris)



Estamos en el año 1964. Los Beatles hacen furor en Inglaterra y en los Estados Unidos, pero en países como Alemania, son objeto de censura debido a los antecedentes "negroides" del rock. Existe un Acta de Contaminación de Razas según la cual, si una mujer alemana comete adulterio con un polaco, ella será recluida y su amante fusilado. J. D. Salinger, George Orwell, Gunter Grass y Graham Greene son autores prohibidos, aunque circulan copias de sus libros entre la juventud, siempre cuestionadora de los logros de sus padres.
Si. Estamos ante otra ucronía en la que los nazis han ganado la segunda guerra mundial... o algo así. En realidad, Patria (Fatherland en el original) es un thriller ambientado en un mundo alternativo, que inicia - como todo buen policial - con un crimen enigmático cometido en el lugar más inesperado. Pero el crimen llevará a una pista más que sugerente, en la cual estarán involucrados los "malos" de rigor: altos jerarcas nazis, burócratas nada torpes cuando se trata de conservar su trabajo y los eternos espías norteamericanos, que al menos en esta novela, cumplen un rol de lo más secundario. Este crimen involucra a un alto jerarca nazi del círculo cercano nada menos que al mismísimo Adolfo Hitler, cuyos setentaicinco años se conmemoran en ese año.
A diferencia de otras ficciones, la Alemania triunfante no domina el mundo, pero le da forma. Los Estados Unidos dominan la energía atómica, pero los nazis los adelantaron en cohetería. Y en lugar de invadir Rusia en invierno, lo hicieron en verano, reduciendo las fuerzas armadas soviéticas a meras guerrillas. Una pax germánica cubre el mundo, y todos parecen estar de acuerdo. Tal vez, en el fondo, todos somos nazis...
Más allá del tópico del crimen y la investigación, la novela - si bien algo cansina en sus inicios - se centra en el duro proceso interior del protagonista, el investigador Xavier March, ex - oficial a cargo de un submarino durante la guerra, quien, merced a los resultados de sus investigaciones, pasará de ser un nazi convencido (tanto como el Joseph Kennedy de la novela, que en este mundo alternativo, es presidente de los Estados Unidos en 1964) a un hombre derruido por la culpa y el remordimiento al conocer ciertos detalles de cómo se llevó a cabo la "solución final", a saber, el exterminio sistemático del pueblo judío por parte de su pueblo...  
En Patria, se supone que hay una verdad oculta que, de difundirse, destruiría las bases que sustentan el apoyo al régimen nazi, como lo hace con el inicialmente convencido Xavier March. Y es que la carrera de March es todo lo heroica que podría ser una carrera militar, aún cuando no las tiene todas consigo en su vida familiar (su esposa lo abandona y su hijo, un niño de diez años, lo repudia por no ser lo "suficientemente nazi"). Pero es eficiente en su nueva asignación como investigador, dada su honestidad y entereza. Pero estas cualidades juegan en su contra al enterarse de otros aspectos de la historia que, astutamente, el Tercer Reich ha ocultado a casi todos sus partidarios. Y ese descubrimiento, deducido a partir de ciertas listas y documentos (que existen en nuestro mundo "real"), lo lleva a buscar una especie de iluminación, la cual logra cuando, ocultos por la nieve, encuentra los restos que confirman una realidad atroz, oculta a los ojos del mundo, incluso de los propios alemanes: la existencia de lugares como Treblinka, Sobibor o Auschwitz. Tras esto, March realiza el último acto honorable que puede permitirse: quitarse la gorra de oficial del Reich, arrojarla lo más lejos posible y enfrentarse a sus antiguos compañeros.
Resta saber cuál sería el impacto de la revelación de un hecho atroz en el resto del mundo. Pero ya sabemos lo propensos que somos los seres humanos a la psicosis, esto es, a ver y oir cosas que no existen... o dejar de verlas y oirlas. Quizá el resto de ese mundo alternativo que describe Harris esté más que de acuerdo con la "solución final". 
Igual que en nuestro mundo.


Daniel Salvo

miércoles, 23 de marzo de 2011

Ficción: Wancarima Braganza (Andrés Paredes)



Wancarima Braganza


Andrés Paredes




Los más viejos habitantes de la orilla sur del Hablador todavía no se acostumbraban al estruendo laborioso de los pistones ni al agudo silbido del vapor. Para ellos, la serpiente de acero que los despertaba a las seis de la mañana solo significaba una cosa: una blasfema interrupción del canto matutino al Sol que debía escucharse a esa hora desde todos los templos de la capitalina y polvorienta Pachacamac. El cansancio y el celo religioso dio lugar a la formación de un grupo compuesto por ancianos, tradicionalistas conservadores y algunos jóvenes aburridos con simples ganas de pelea o tener algo de qué ufanarse ante las chicas. Una mañana de agosto, llegaron a la plaza de rituales en medio del amanecer nuboso. Una voz con acento marcial comenzaba a poner algo de orden a la masa. Provenía de un viejo de secos pellejos, ojos saltones y la cicatriz de una herida de guerra en el pómulo izquierdo. Usaba un costoso y fino tokapu, un cinturón de la vieja usanza abolido por las Leyes de Uchos que mostraba además de su elevado rango social, la pertenencia a la vestigial y casi extinta ideología cuzqueñista. La forma en que daba órdenes delataba una formación militar de sabor clásico, y quizá la veteranía de alguna guerra tan vieja como la de Panamá. A su alrededor, el amorfo centenar de personas comenzó a tomar la forma de rudimentarias columnas ordenadas partiendo de él como centro, el símbolo de la irradiación de poder solar en la fase de estrategia de campo según las antiguas ordenanzas. Las columnas pronto cobraron vida propia y se separaron del centro. Otra muestra de formación clásica: el sol dando órdenes a las serpientes.


Una brigada del Cuerpo de Centinelas había sido desplegada a lo largo de puntos estratégicos del recorrido. Posiblemente algún tucuyricuy de la zona había tenido la ocasión de infiltrarse en las redes de organización del barrio, informándose de una conspiración masiva contra la nueva adquisición, símbolo del renovador espíritu del Soberano. Para sorpresa del Jefe Centinela, que esperaba una masa de revoltosos en los que pudiera hincar los dientes de sus contingentes dispersa-turbas, lo aguardaba una relativamente bien manejada red de vigías vecinales, que observaban todos sus movimientos desde los tejados de sus casas y se comunicaban entre sí por medio del sistema telegráfico de linternas y espejos, el mismo que se usa para los recados y pequeños encargos del barrio. La chusma violenta que debía congregarse según los informes, no daba señales de aparecer. El Jefe Centinela tuvo un mal presentimiento, pero sus órdenes eran precisas: la locomotora y sus vagones de carga no podían ser dañados de ninguna manera.


Escondido en una de las casas cercanas al recorrido del tren, el anciano de pellejos secos recibió las señales de los espejos telegráficos, de resplandores y parpadeos rítmicos: los centinelas han llegado a los linderos del barrio y se comenzaban a ubicar en los emplazamientos más cercanos a la vía férrea. Parpadeos de otro espejo: son como unos treinta, con las insignias de los dispersa-turbas. Una sonrisa fue arrancada de las vetustas facciones del viejo, que sabía muy bien que los dispersa-turbas son poco efectivos en un escenario urbano. Más parpadeos; que cuiden a mi Walliqui. Alguien no sabe, pensó el viejo, que los espejos del barrio por esta vez no se encontraban al servicio de sus dueños particulares, sino para dar una lección a la serpiente blasfema. Un espejo parpadeó de manera extraña y su pequeña luz pronto desapareció en chispazos. Segundos después, el ruido de un disparo. Los demás espejos comenzaron a transmitir mensajes frenéticos. Los Centinelas abrían fuego contra los … chispas, balazo y adiós otro espejo. Que estaban corriendo por la callejuela de … ¡chac! Interrumpido por otro balazo . Quien va a reemplazar el telégrafo de mi negocio en caso de… esquirlas, balazo, mensaje terminado.


El coro de un templo comenzó a escucharse a lo lejos con las notas iniciales del “Brillante Padre Sol” para segundos después unirse el coro de otro templo, a los dos segundos otro más y muy pronto una multitud de coros provenientes de todos los templos de la ciudad. La disonancia inicial dio paso a una pronta coordinación de todas las voces, a las que se sumaban poco a poco los feligreses madrugadores en muchas casas de toda la ciudad. Pachacamac retumbaba en el atronador amanecer musical que espantaba a los pájaros como un monstruo incorpóreo, mientras se esparcía como una mancha de aceite por toda la ciudad. La letra de la canción era indistinguible en la mezcla masiva de tan distintas fuentes, a pesar que los coros de los templos servían para guiarlas. Pero la melodía sí se distinguía con la claridad de cien mil gargantas esforzadas en notas muy parecidas. Algunos materiales hacían una sutil resonancia en ciertas partes de la entonación, de manera que el vidrio, la madera, o el adobe de la ciudad por momentos aportaban sus particulares vibraciones, como armónicos no planeados. Por la orilla sur del Hablador, el silbato de la locomotora comenzó a cortar como la tijera de un sastre el tejido sonoro que alcanzaba los linderos de las vías férreas.


El Jefe de Centinelas miraba a través de su catalejo la llegada del tren al área establecida como peligrosa: una aglomeración de casas de barro al margen del recorrido del tren. El sonido de la poderosa máquina de hierro se adelantaba a su aún más imponente visión: un verdadero dragón metálico que avanzaba con potencia arrolladora, dejando atrás el negro aliento del carbón digerido en sus fauces. Más alto que cuatro hombres y ancho como una casa, estaba forjado y construido para arrastrar tanta carga como cien mil siervos mitimaes. El retumbar de su paso era como un trueno que salía de la tierra hacia el cielo. Parecía la venganza de los hombres del Mundo de en Medio contra los Señores Hananpacha de las alturas: un titán concebido para realizar las proezas que las divinidades se negaban a hacer. El sonido de un golpe contra la coraza del gigante avisó que había comenzado un ataque de piedras en su contra. De algunas casas comenzaron a llover objetos que hacía poca o ninguna mella en la negra capa de la máquina: candelabros, piedras de moler, objetos de herrería, incluso pesadas urnas de alfarería. El Jefe hizo una señal.


Los centinelas comenzaron a incursionar casa por casa para atrapar a los atacantes y saboteadores. Uniformados con paños negros, una capa-poncho rojo ladrillo y cascos de acero, repartían golpes con sus porras de madera a todas las cabezas que se asomaban por su paso. Algunos tenían que usar sus pistolas para abrir puertas aseguradas con cerradura, algo ilegal cuando se declara una zona como área de incursión de centinelas. Aterrorizados por el ruido de los disparos, muchos habitantes que no habían tomado partido en el enfrentamiento salían de sus casas con las manos en alto, solo para recibir porrazos al ser confundidos con atacantes rendidos. Al cabo de algunos minutos, la fuerza entera de los dispersa-turbas se había trabado en un lento y pesado operativo urbano. El viejo de pellejos secos así lo esperaba e hizo una señal. Una turba salió de varios escondrijos muy cerca a las vías. Organizados en cuatro columnas, empujaban una roca gigantesca, oculta hasta ahora en las bodegas de una casa cercana.


La canción matutina había cesado pero se escuchaba otro coro rítmico y marcial. Eran casi cuarenta personas que arrastraban a un paso lento pero seguro el obstáculo que pondría fin al viaje de la blasfema serpiente metálica: una mole rocosa casi del tamaño de la locomotora. El trineo humano terminó la parte ligeramente cuesta arriba, lo más difícil del recorrido. Desde muchas casas, el ruido del dolor y los huesos crujientes por los golpes llegaba como un amortiguado y distante sonido. Los centinelas seguían ocupados luchando contra algunos pobladores, involucrados y no involucrados mezclados en un acto de mero caos. El Jefe de los centinelas se dio cuenta demasiado tarde que no podía contar con sus hombres para detener el enorme peligro que caminaba con ochenta pies y una sola voz de ánimo.


A pocos metros de las vías del tren, sonó un disparo. Un pedacito de la pesada roca saltó en esquirlas. Ochenta pies titubearon y se detuvieron. La voz de alto del Jefe de Centinelas y su segundo al mando se hacía más fuerte, mientras ambos avanzaban con sus pistolas desenfundadas. Se escucharon dos balazos más y la turba se dispersó rápidamente, salvo una sola persona: el viejo de pellejos secos. Desobedeciendo al oficial de los centinelas, el viejo avanzó hacia las vías del tren. El silbato de la maquinaria se hizo más fuerte, y se fundió con el grito del Jefe de Centinelas, que corría hacia el viejo lo más veloz que podía. Los pellejos secos del rostro del anciano no mostraban más emoción que el recuerdo de un desprecio aristocrático no solo por el agente del orden, sino por el mismo tren que aparecía ya por un recodo de la vía, sucedida por una larga columna de humo negro que por un momento parecían las gaseosas e infernales cabelleras de la bestia.


El viejo se sacó su tokapu, el grueso y caro cinturón con signos de distinción, y lo alzó con sus dos manos con la intención aparente que el maquinista supiera quién era: sangre real de la dinastía Alto Cuzco, linaje divino de los hijos del Sol. Aunque ya había pasado la época en que suponía un tabú matar a alguien de ese linaje, todavía existían quienes conservaban las viejas tradiciones. Pero la distancia a la que se encontraba el tren volvía imposible la lectura de los signos del tokapu, incluso para la vista más aguda. Cuando el Jefe de Centinelas se aproximó más, se dio cuenta que el viejo no tenía la intención que el maquinista lo identificara. Estaba gritando algo. Le pedía a su padre divino acabar con el tren lanzando un haz de luz fulgurante. Confiaba en un milagro de los que aparecen en las tradiciones religiosas. Los prodigios celestiales narrados en viejos mitos y tradiciones eran abundantes, sobre todo en las historias de las invasiones de europeos y turcos. Los Señores de Arriba salvaban a último minuto a aquellos que mostraban mayor arrojo y valor: los convertían en personajes de sólida roca, los hacían invisibles, o legiones de criaturas del Hananpacha bajaban del firmamento para devorar a sus enemigos. El viejo confió en un milagro hasta el final.


Con el frontis todavía manchado de sangre, el tren se detuvo en la estación central de Chaclacayo, construida cerca del aún impresionante y bien conservado Palacio de Invierno de Ñahui. Los sirvientes mitimaes no tuvieron el tiempo suficiente para limpiar la maquinaria, porque repentinamente en los andenes apareció Cahuide Wancarima Braganza, Soberano de los Wanca, los Pachacamac, los Huamanga, los Chinchas y los Huarmey, cabeza de estado del Reino Antisuyo. Su túnica de seda china estaba teñida de un rojo imposible bajo la cual se encontraban telas con los intrincados tejidos de simbología anterior al conocimiento de la escritura. Dos enormes orejeras de oro con incrustaciones de piedras preciosas, eran sus únicas joyas, así como el símbolo de quienes detentaban el poder en Antisuyo. Estaba de pie, calzado con simples sandalias porque Cahuide tenía una pésima opinión de otros Soberanos vecinos que gustaban de andar en litera, como el Rey de Tucumán o el Sapa Inca de Quito. Las noticias del incidente en las orillas del río Hablador, en Pachacamac, llegaron a sus oídos antes que el mismo tren por intermedio de los espejos telégrafos del Jefe de Centinelas. Para sorpresa de la comitiva que lo acompañaba, bajó de los andenes a las vías mismas del tren. Los sirvientes mitimaes se hicieron a un lado y con la cabeza hicieron una profunda y temerosa venia de respeto y lentamente se retiraron de allí, como si Cahuide poseyera un aura de varios metros de radio que los estuviera dañando o torturando.


Cahuide pasó un dedo por la superficie de la maquinaria, untándolo en sangre, y lo elevó al cielo. Un momento de estupor y extrañeza invadió a todos los presentes. La corte de los ministros de Cahuide, todos con las enormes orejas deformadas desde la infancia como símbolo de estatus, las esposas del Soberano, los soldados de capas rojas, los centinelas, los asistentes casuales de la estación y los omnipresentes mitimaes, se quedaron mirando al Soberano congelados por la brisa glacial de lo inesperado. La voz del noveno heredero de su dinastía cayó en el silencio y parecía hacer ondas como la piedra en un estanque.


-Esta es sangre de los del Sol, de quienes las leyendas cuentan que fueron tocados por la divinidad para gobernar. Son quienes aún hoy, a pesar de nuestras leyes, gozan de reconocimientos y privilegios especiales. Pero hoy una máquina construida por un Wancarima pudo más que las mil plegarias y el poder divino de un supuesto heredero de los Señores de Arriba. Que los escribas registren esto: el momento en que el linaje prohibido de los del Sol apareció por última vez para apagarse definitivamente. Los estómagos que comen carbón y los corazones que bombean vapor no creen en leyendas, solo en leyes divinas. No se detienen sino ante el verdadero Soberano, ante el poder de los elegidos para gobernar. El arte de las máquinas es el secreto de los Señores Hananpacha, no el linaje ni la sangre de una raza especial.


Cahuide se disponía a salir de las vías y subir de los andenes, cuando una figura sollozante salió del interior del tren hacia él. Era el maquinista, con el rostro desencajado, totalmente negro por el carbón, casi como un demonio salido de las fauces de un monstruo. Llevaba en su mano una pesada pala, pero ante la sorpresa del soberano, se movió rápidamente para asestarle con ella un contundente golpe en la cabeza.


- Sangre por sangre. Sangre por sangre. Padre Sol perdóname. Padre Sol perdóname. Que la sangre de un Wancarima lave mis crímenes, Padre Sol.


El maquinista fue detenido rápidamente, mientras lloraba, gritaba y se movía como un frenético. Cahuide Wancarima Braganza falleció tres días después, a pesar de los esfuerzos de los cirujanos y chamanes de Antisuyo. Su ataúd fue llevado a los funerales de Estado a bordo de su amado tren. Como parte de su última voluntad, el mismísimo inventor del ferrocarril, Vladimir Voroznizevh, asistió al funeral en Pachacamac, un nublado día de Agosto en el año 1983 del calendario cristiano.

***

Andrés Francisco Paredes Salgado Editor y guionista ("entre mis trabajos de guión, está el de un largo animado aún no producido y varios trabajos para Discovery Channel Latinoamérica"). Actualmente trabaja en Canal 7 como postproductor. Estudiante de Ciencia Política y aficionado a la historia. Conduce el blog "Océano de Mercurio".

El año de Drácula (Kim Newman)



Debo confesar, con toda humildad, que nunca antes había leído nada de lo publicado por la editorial Timun Mas. Tenía mis razones. Las principales, el no ver publicado en dicha casa editora a ningún autor "conocido"; y las referencias nada halagüeñas sobre la calidad del contenido de dichas obras. La más importante consiste en el hecho de que la mayoría de títulos que he visto publicados por Timun Mas no son novelas independientes, sino que constituyen sagas que además suelen entrecruzarse con otras sagas, y así... mi bolsillo difícilmente puede soportar la adquisición de trilogías.

La casualidad vino en mi favor. Tras visitar la casa de un amigo cuya biblioteca de ciencia ficción merecería de suyo un artículo, le solicité que me prestara "algo ligero" para leer. Y tuvo a bien prestarme "El año de Drácula" y su continuación, "El sanguinario Barón Rojo", novelas que, oh sorpresa, habían sido publicadas bajo el sello editorial de Timun Mas. El autor: Kim Newman.

Tal como me ocurrió a mi, supongo que las portadas de ambas novelas podrían inducir al eventual lector a creer que se encuentra ante una más de las tantas noveluchas sobre vampiros que se suelen encontrar. La portada de "El año de Drácula", por ejemplo, nos muestra un escudo de Inglaterra cuyos elementos han sido alterados dramáticamente: el león y el unicornio convertidos en vampiros, el dragón devorando a San Jorge, etc. En la portada de la segunda novela, observamos a un vampiro de apariencia feroz surgiendo de una especie de vaina. Como para pasarse de largo, ¿no?

Pues bien, estos libros justifican aquello de "no juzgar por las apariencias". Son magníficos ejemplos de ucronías que, pese a contar con un trasfondo clásico de novela de horror -los vampiros- se inscriben perfectamente dentro del género de ciencia ficción.

"El año de Drácula" se basa en la siguiente premisa: el archienemigo del Conde Drácula, Abraham Van Helsing, no logra destruirlo. Antes bien, Drácula logra difundir el vampirismo en Inglaterra a tal punto, que los vampiros son reconocidos como súbditos ingleses, convirtiéndose el propio Drácula en príncipe consorte de la Reina Victoria.

Así, la historia de Inglaterra (y del mundo) es reescrita a partir de 1885. Muchos personajes de la ficción de ese entonces también aparecen en esta novela, adaptando sus acciones al nuevo entorno vampírico. Aparecen Fu-Manchú, el Dr. Jekyll, el Dr. Moureau, Oscar Wilde, el propio Bram Stoker y otros más.

En sí, la trama de la novela se centra en los asesinatos cometidos por un criminal apodado en un principio "Cuchillo de plata", quien se dedica a asesinar vampiras prostitutas. ¿Le suena conocido? Pues si, se trata de Jack el Destripador, quien sigue cometiendo sus crímenes en Whitechapel. Pero ya no asesina mortales (en la novela, se los llama "cálidos"), sino vampiras. Y el móvil de la acción es la investigación que efectúa el héroe (tiene que haberlo, incluso en esta realidad alternativa) Charles Beauregard, miembro del enigmático Club Diógenes, a fin de descubrir al misterioso asesino.

Considero que ésta novela cae dentro del marco de la ciencia ficción antes que en el género de terror por varias razones. La primera de ellas, que el vampirismo aparece como una condición adquirida antes que una maldición de matices religiosos. Por supuesto, no todos los aspectos de la condición vampírica han sido resueltos, pero se considera que la ciencia, encarnada en personajes como Charles Darwin (mencionado en la novela), lo hará algún día. La plata les causa daño, al igual que una estaca clavada en el corazón; pero el temor a los crucifijos se considera una mera superstición entre los vampiros. De hecho, Drácula se casa con la reina Victoria en la abadía de Westminster. El hecho de que los vampiros no se reflejen en los espejos es también objeto de especulaciones científicas.

Lo mejor de la novela es que muestra una sociedad en la que la convivencia entre humanos y vampiros resulta creíble, al punto que los vampiros, otrora considerados poderosos seres de la noche, no son inmunes a las taras, enfermedades y contrariedades económicas que aquejan a los "cálidos". Hay vampiros torpes que no pueden transformarse en animales. Pueden coger enfermedades según la víctima que muerdan, y es que no es lo mismo sangre de tipo A o B. Otros desarrollan extrañas modas basados en su condición de vampiros. El propio Drácula es comparado con otros vampiros tan antiguos como él, al punto de ser considerado decadente y vulgar, además de ser un príncipe "que cuando estaba vivo, profesaba la religión católica", algo muy difícil de aceptar por los conservadores anglicanos, siempre recelosos de los "papistas". Como vampiros, tampoco carecen de prejuicios: una de las medidas dictadas por el otrora Conde es el empalamiento de homosexuales, humanos o vampiros.

Si bien la novela está ambientada en Inglaterra, seres de otras latitudes aparecen según convenga a la trama, revelándose la existencia de otros vampiros tanto o más antiguos que Drácula, quienes tienen sus propias ideas acerca de la política entre los no muertos...

El Londres compartido por cálidos y vampiros es un lugar fascinante, abigarrado y colorido, al mismo tiempo que miserable y putrefacto. La revolución industrial que convierte a Inglaterra en la primera potencia de su tiempo, también tiene lugar en esta ucronía vampírica. Londres se convierte en una ciudad que, literalmente, nunca duerme.

Si bien la novela privilegia la acción antes que la reflexión, definitivamente es, a mi juicio, más entretenida y creíble que "Entrevista con el vampiro", de Anne Rice. El vampirismo no convierte a las personas en criaturas todopoderosas, a menos, claro, que incluso de vivos hayan sido personajes influyentes. Tiene sentido. Un vampiro solo, es un monstruo. Muchos vampiros son una sociedad.

Un hecho a destacar, aunque meramente anecdótico, es la re-escritura del mito del pistolero norteamericano Billy Harrigan o Billy El Niño, "Billy The Kid", quien resulta ser un vampiro asesinado por un Patrick Garret armado con balas de plata. Me pregunto si Carlos Marx no habrá sido también un vampiro también.

El Conde Drácula, ahora Príncipe Consorte, no aparece como personaje sino al final de la novela, y el aspecto que tiene (al igual que los ambientes del palacio real) no dejan de ser una sorpresa. En esta entrevista concedida por los reyes a Charles Beauregard y Genevieve Dieudonné (protagonista además de otras novelas de la serie Warhammer, de la misma editorial), se decide el destino de Inglaterra.

Claro, la novela no es perfecta, hay momentos en los que la trama policial se convierte en burocrática, y los personajes no hacen más que ir de un lado a otro, creando situaciones un tanto confusas. Pero esto solo ocurre en pocos capítulos, dejando un gran resto de novela que se lee sin dificultad.

En resumen, si pueden, consíganla. No hay precio excesivo para esta sangrienta joya del entretenimiento.


Daniel Salvo (reseña publicada originalmente en Velero 25)



NOTA: La novela ha sido reeditada por el sello Alamut, con el título La era de Drácula).