domingo, 13 de mayo de 2012

Relato "Minuto 23" (Sebastián Esponda)




 

MINUTO 43

Sebastian Esponda



Fui al estadio para ver la final del campeonato. A duras penas conseguí acomodar mi trasero entre dos tipos gordos y borrachos. Me sentía como un renacuajo en un mar repleto de ballenas. En esta tribuna, todos miraban el partido de pie y se abrazaban y saltaban y el piso de cemento temblaba como si fuera de madera. Las nucas rollizas y las espaldas sudorosas me impedían disfrutar del partido. Sin embargo, parándome de puntillas sobre el cemento, a veces me las arreglaba para pescar algún detalle: la pelota volando por los aires, una tarjeta amarilla, un jugador cobrando un lateral, incluso algún corner. Sólo fragmentos. Menos mal que tuve la precaución de llevar la radio: la voz del narrador me ayudaba a construir el partido.

Gracias a la radio supe que, a dos minutos del final, el árbitro había decretado un penal en contra de mi equipo. Pude ver, por entre una abertura que dejaban dos caderas, al arquero en el centro del arco besándose los guantes, y al jugador rival parado con las manos en la cintura, escupiendo cada cinco segundos. El árbitro, en una esquina, miraba su reloj mientras conversaba con el juez de línea. Dos policías se acercaron para protegerlo de la lluvia de papeles, manzanas y botellas. Luego, el árbitro corrió hasta el borde del área chica y encastró el pito entre sus labios. Entonces sucedió.

Percibí una especie de centelleo detrás de mí, un zumbido en mis orejas, y, de inmediato, una explosión a lo lejos. Luego se impuso un silencio con olor a pólvora. Todos a mi alrededor comenzaron a correr. Eso me permitió, por fin, ver la cancha en su totalidad. A diez metros del arco, un jugador de polo amarillo se retorcía sobre el césped y se agarraba la cabeza con ambas manos. Sangraba. Alguien bajó a grandes zancadas y me golpeó el hombro. La radio cayó al suelo. Me agaché para recogerla. Cuando levanté la vista, descubrí que me habían dejado solo. Comprendí la situación.

Alguien me señaló desde la última grada. Los hinchas del jugador herido, vestidos de amarillo, cruzaron todo el campo hacia la tribuna donde yo me encontraba. Un tropel de policías hizo lo mismo. El instinto me obligó a moverme y gritar al mismo tiempo: yo no fui, yo no disparé esa bengala. Fue inútil. No se detuvieron.

Llegué hasta la puerta del estadio y me mezclé con la multitud nerviosa. Encendí un cigarrillo para simular tranquilidad. Un muchacho que no pasaba los quince comenzó a gritar mientras me apuntaba con el dedo acusador. Eché a correr por las calles, huyendo de la turba amarilla.

Doblé en la primera esquina. Corrí con todas mis fuerzas. No volteaba, pero sabía que estaban cerca. Podía escuchar sus insultos y amenazas. Los transeúntes también volteaban y, asqueados, se apartaban de mí, como si yo arrastrara una enfermedad mortal dibujada en mi rostro.

Un camión les cortó el paso y les pude sacar una pequeña ventaja. Mis piernas ya no respondían. Tenía que esconderme. Encontré un callejón estrecho. Me refugié en la oscuridad, atorado entre dos paredes. Temblaba de cansancio, sudaba sin parar, me ahogaba.

Escuché sus voces en el callejón. Hincaban algunos montículos de basura con el asta de las banderolas. Se acercaban. Traté de avanzar hacia el fondo, pero el callejón era muy angosto; las paredes me rasguñaban mientras me deslizaba con desesperación. Contuve la respiración. Quería desaparecer. Intenté pensar que no estaba allí.

En la oscuridad del callejón, percibí la mirada vibrante de dos ojos diminutos. Era una rata. Pensé, por un momento, que mi única salvación sería convertirme en una. Quería empequeñecerme y huir por una rendija como ella. O tal vez trepar por las paredes hasta llegar una ventana. Entonces sentí que mis miembros, progresivamente, se iban encogiendo dentro de mi ropa y que unos pelos hirsutos comenzaban a poblar todos mis poros. Algo comenzó a picarme en el trasero. Algo comenzó a crecer. Era la cola. Me asomé por la boca del pantalón y escapé.

El mundo creció y el tiempo se hizo mucho más lento. Atravesé un agujero y me perdí en la oscuridad de un largo túnel. Mis patas chapotearon dentro de los desagües. Esquivé desperdicios y otras cosas que identifiqué por el olor. Me movía por instinto.

Un rumor se acercaba, crecía y al final se transformaba en un montón de ratas que me empujaban y me olisqueaban. Me uní a la turba. Recorrimos túneles y túneles, en medio de la humedad y la putrefacción.

Sin embargo, algo nos detuvo y nos apretujamos en una confusión peluda y caliente. Era una malla metálica. No nos dejaba continuar. Chillamos. El ruido me enloquecía. Mis incisivos castañeteaban. En medio del forcejo, muchas aprovecharon para aparearse con el que tuvieran al costado. Una se restregó contra mí y me clavó dos dientes en la espalda.

Finalmente, la malla cedió. Rodamos. Una vez que conseguí pararme sobre mis cuatro patas, recibí la embestida de todas. Patas y dientes encima de mi lomo. Colas azotando mi nariz. Mordiscos a diestra y siniestra. Era extraño: como si se hubieran dado cuenta de que yo era diferente y me castigaban por eso.

Vi una luz al final del túnel y decidí escapar por ahí. Penetré en el círculo blanco y sentí una especie de vacío. Caí. Alcé la mirada y las contemplé cayendo igual que yo. Una lluvia de ratas, pensé. Quise sonreír pero no tenía control sobre los músculos de mi rostro.

Caímos sobre el mar. Recordé que no sabía nadar, pero llegué hasta la orilla con mucha rapidez. Intenté escabullirme dentro del basural. Encontré un cilindro de vidrio y me introduje por un agujero. Una botella partida. Emití un chillido cuando sentí las astillas de la abertura surcando mi piel. La luz del sol se colaba entre frutas podridas y papeles y llegaba débilmente hasta tocar la botella. Todo era verde. Me acurruqué al fondo, pegando mi hocico a la base de la botella. Observé, a lo lejos, cómo las ratas olfateaban cualquier cosa que tenían enfrente. No tardarían en dar conmigo.

Siguiendo el rayo del sol, alcé mis ojos y descubrí el revoloteo de unas gaviotas. Me hubiera gustado volar como ellas, para perderme en el cielo. Una gaviota descendió sobre el basural y se posó sobre una caja de cartón vacía. Sus alas se plegaron, simétricas, acomodándose perfectamente a ambos lados de su cuerpo. Todas las plumas eran idénticas y formaban líneas regulares. Intenté contarlas. La gaviota clavó sus ojos en mí y, de alguna forma, comencé a escuchar el retumbar de su corazón en mi propio pecho. Instantáneamente, mis huesos se volvieron huecos. Huecos pero también sólidos. Y los pelos de mi cuerpo crecían y se volvían plumas.

Empecé a aletear. Busqué la altura. Sentí la resistencia del aire. Mis plumas giraban, se abrían y cerraban, igual que las persianas. Bajé la cabeza y emití un extraño graznido para despedirme de las ratas que se amontonaban alrededor de la botella. Mis pulmones se expandieron sin ninguna dificultad.

Atravesaba las nubes y me precipitaba a mar abierto dejando atrás el humo de la ciudad. Me uní a una parvada de gaviotas. Avanzamos juntas un largo trecho, cada una separada de la otra por la misma distancia, formando una especie de triángulo.

Segundos después, el triángulo de deshizo intempestivamente y todas comenzaron a golpearme con sus alas y sus picos. No pude sostener la pelea por mucho tiempo. Dejé de aletear y caí. Poco antes de estrellarme contra el mar, reaccioné y fui capaz de planear al ras del agua.

Esta vez era imposible esconderse. No había huecos donde cobijarse. Las gaviotas no me dejarían tranquilo. De hecho, una de ellas se aproximaba a toda velocidad, en picada, encabezando la parvada furiosa. Estaba perdido. Volaba en círculos, asustado, sin saber adonde ir. Estaba encajonado entre el mar y el espacio abierto. Resolví que la única forma de escapar sería convertirme en algo más grande que el cielo y el mar. Y pensé que sólo si fuera una especie de dios podría lograrlo: nadie podría encontrarme porque estaría en todas partes y en ninguna. Dejaría de ser esclavo del espacio, y también del tiempo, y dejaría de tener un cuerpo y me convertiría en puro pensamiento y voluntad. Cerré mis ojos amarillentos, como si rezara, y me resigné a los picotazos.

Cuando abrí los ojos, seguía siendo una gaviota. Es decir, todas las gaviotas. Y también las ratas que inundaban el basural. Y el mar. Y el cielo. Todo al mismo tiempo. El universo reveló sus secretos. Comprendí la verdad, la verdad con mayúsculas, la única verdad. El sentido de la naturaleza. Es difícil explicarlo con palabras, lo sé, pero eso fue lo que sucedió.

Me dediqué a vagar por el firmamento en una fracción infinitesimal de un segundo y aprendí el nombre de muchos otros como yo. Nombres indecibles que están más allá del lenguaje, del tiempo y del espacio.

En un grano de arena, me reuní con los otros dioses. Los saludé con los destellos de una supernova que explotaba en los albores del universo. Pero ellos notaron mi presencia y se volvieron contra mí. Querían destruirme. Me persiguieron durante millones de años o durante la fracción de un segundo, no lo sé muy bien. Me persiguieron por toda la superficie del grano de arena que era igual a la superficie de todo lo conocido y por conocer. ¿Cómo escapar de todos y de nadie? Más me hubiera valido volver a ser un hombre.

Y lo fui. Y aparecí en el estadio, parado en el centro de la tribuna, con una radio en la mano, mirando cómo una turba de camisetas amarillas cruzaba el campo de juego a toda velocidad.


* * *


Sebastián Esponda estudió Ingeniería Mecánica y posteriormente una Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), intenta terminar su tesis sobre el primer nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guaman Poma de Ayala. Fue publicado en Creación literaria 2000, recopilación de trabajos de creación literaria de Estudios Generales de la PUCP. Ganó el primer premio de cuento en el concurso Diálogo entre culturas 2001, organizado por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP, y con patrocinio de la UNESCO. Obtuvo el segundo lugar en el Concurso de juegos florales 2002, del Centro Federado de la PUCP. Tuvo una mención honrosa en el III Concurso de cuentos Crisol, Lima 2003, y fue finalista en la XIV Bienal de Cuento Premio Cope 2006. En enero del 2012 publicó su libro de cuentos El polvo de los grandes. Su correo electrónico es esponda.sm@hotmail.com



1 comentario:

  1. Felicidades Sebastián, es una grata sorpresa mi querido amigo, un abrazo a distancia. Manue

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