jueves, 31 de mayo de 2012

Editorial: El cuento y la ciencia ficción



¿Qué tienen en común Canción de hielo y fuego, Harry Potter y Los Juegos del Hambre? Pues que se trata de novelas, grandes y gordas novelas que, para colmo, son partes de n-logías que parecen no acabar nunca, sin contar con el hecho de que, en cualquier momento, aparece la "precuela" del caso, que suele ser otra novela de esas tan extensas, que los españoles han tenido a bien bautizar como "tochos".
Ahora, el que se trate de tochos, no implica que su calidad sea baja o mediocre. Pero entre tanto tocho, entre tanta novela, uno se pregunta: ¿y qué fue del cuento de ciencia ficción?
El cuento, tan venido a menos últimamente, al menos en la ciencia ficción, ha dado auténticos clásicos del género, las situaciones irrepetibles que no pueden darse sino en la ciencia ficción... ¿qué sería de nuestro mundo sin Es una buena vida de Jerome Bixby, Todos ustedes zombies de Robert Heinlein? Y si hablamos de cuentos peruanos, El día trágico de Clemente Palma, estoy seguro, debe haber causado entre los peruanos de 1910 el mismo impacto que la transmisión radial de la versión de La guerra de los mundos de Orson Welles.Y la impresionante produccion cuentística de José B. Adolph aún está pendiente de ser reeditada.
Claro, tiene más empaque reseñar novelas que antologías o colecciones de cuentos. Tiene más empaque, y es más fácil: después de todo, "una novela trata acerca de...", mientras que varios cuentos "tratan" diversas temáticas. Una novela tiene una fecha, los cuentos, varias...
En lo que a mi respecta, trato de estar al día con la ciencia ficción (y la fantasíá, y el terror) del Perú y del mundo... Lo que, en los tiempos que corren, implica (inevitablemente) sumarme a los lectores de tochos y n-logías. Aún no leo nada de la saga de George R.R Martin (qué obsesión por las iniciales tienen los gringos), y me imagino que cuando eso ocurra, pasará un largo tiempo sin que pueda actualizar el blog. Y posiblemente, ni siquiera redacte un comentario al respecto.
Pero el tiempo puede estirarse... y entre los intersticios que deja la novela, puede caber uno que otro cuento. Y volver a encontrarse con esa suerte de cápsula de sentido de la maravilla que nos da un cuento de ciencia ficción, clásico o nuevo, y entonces, estirar el tiempo también para comentarles las impresiones que dejan a lo largo de la vida esos cuentos.
Y lo mejor de todo, es que ahora se puede comentar un cuento (o una novela) sin la sensación de culpa que producía, hasta hace poco, la convicción de que tales ficción o eran muy caras o eran imposibles de encontrar en las librerías de turno. Hoy por hoy, gracias a la cada vez más creciente disponibilidad de libros electrónicos, el lector puede acceder al otrora clásico inhallable como a la última novedad editorial, apenas haciendo click.
De modo que tenemos Ciencia Ficción Perú para rato... y ahora con más cuentos.

Daniel Salvo

domingo, 13 de mayo de 2012

Relato "Minuto 23" (Sebastián Esponda)




 

MINUTO 43

Sebastian Esponda



Fui al estadio para ver la final del campeonato. A duras penas conseguí acomodar mi trasero entre dos tipos gordos y borrachos. Me sentía como un renacuajo en un mar repleto de ballenas. En esta tribuna, todos miraban el partido de pie y se abrazaban y saltaban y el piso de cemento temblaba como si fuera de madera. Las nucas rollizas y las espaldas sudorosas me impedían disfrutar del partido. Sin embargo, parándome de puntillas sobre el cemento, a veces me las arreglaba para pescar algún detalle: la pelota volando por los aires, una tarjeta amarilla, un jugador cobrando un lateral, incluso algún corner. Sólo fragmentos. Menos mal que tuve la precaución de llevar la radio: la voz del narrador me ayudaba a construir el partido.

Gracias a la radio supe que, a dos minutos del final, el árbitro había decretado un penal en contra de mi equipo. Pude ver, por entre una abertura que dejaban dos caderas, al arquero en el centro del arco besándose los guantes, y al jugador rival parado con las manos en la cintura, escupiendo cada cinco segundos. El árbitro, en una esquina, miraba su reloj mientras conversaba con el juez de línea. Dos policías se acercaron para protegerlo de la lluvia de papeles, manzanas y botellas. Luego, el árbitro corrió hasta el borde del área chica y encastró el pito entre sus labios. Entonces sucedió.

Percibí una especie de centelleo detrás de mí, un zumbido en mis orejas, y, de inmediato, una explosión a lo lejos. Luego se impuso un silencio con olor a pólvora. Todos a mi alrededor comenzaron a correr. Eso me permitió, por fin, ver la cancha en su totalidad. A diez metros del arco, un jugador de polo amarillo se retorcía sobre el césped y se agarraba la cabeza con ambas manos. Sangraba. Alguien bajó a grandes zancadas y me golpeó el hombro. La radio cayó al suelo. Me agaché para recogerla. Cuando levanté la vista, descubrí que me habían dejado solo. Comprendí la situación.

Alguien me señaló desde la última grada. Los hinchas del jugador herido, vestidos de amarillo, cruzaron todo el campo hacia la tribuna donde yo me encontraba. Un tropel de policías hizo lo mismo. El instinto me obligó a moverme y gritar al mismo tiempo: yo no fui, yo no disparé esa bengala. Fue inútil. No se detuvieron.

Llegué hasta la puerta del estadio y me mezclé con la multitud nerviosa. Encendí un cigarrillo para simular tranquilidad. Un muchacho que no pasaba los quince comenzó a gritar mientras me apuntaba con el dedo acusador. Eché a correr por las calles, huyendo de la turba amarilla.

Doblé en la primera esquina. Corrí con todas mis fuerzas. No volteaba, pero sabía que estaban cerca. Podía escuchar sus insultos y amenazas. Los transeúntes también volteaban y, asqueados, se apartaban de mí, como si yo arrastrara una enfermedad mortal dibujada en mi rostro.

Un camión les cortó el paso y les pude sacar una pequeña ventaja. Mis piernas ya no respondían. Tenía que esconderme. Encontré un callejón estrecho. Me refugié en la oscuridad, atorado entre dos paredes. Temblaba de cansancio, sudaba sin parar, me ahogaba.

Escuché sus voces en el callejón. Hincaban algunos montículos de basura con el asta de las banderolas. Se acercaban. Traté de avanzar hacia el fondo, pero el callejón era muy angosto; las paredes me rasguñaban mientras me deslizaba con desesperación. Contuve la respiración. Quería desaparecer. Intenté pensar que no estaba allí.

En la oscuridad del callejón, percibí la mirada vibrante de dos ojos diminutos. Era una rata. Pensé, por un momento, que mi única salvación sería convertirme en una. Quería empequeñecerme y huir por una rendija como ella. O tal vez trepar por las paredes hasta llegar una ventana. Entonces sentí que mis miembros, progresivamente, se iban encogiendo dentro de mi ropa y que unos pelos hirsutos comenzaban a poblar todos mis poros. Algo comenzó a picarme en el trasero. Algo comenzó a crecer. Era la cola. Me asomé por la boca del pantalón y escapé.

El mundo creció y el tiempo se hizo mucho más lento. Atravesé un agujero y me perdí en la oscuridad de un largo túnel. Mis patas chapotearon dentro de los desagües. Esquivé desperdicios y otras cosas que identifiqué por el olor. Me movía por instinto.

Un rumor se acercaba, crecía y al final se transformaba en un montón de ratas que me empujaban y me olisqueaban. Me uní a la turba. Recorrimos túneles y túneles, en medio de la humedad y la putrefacción.

Sin embargo, algo nos detuvo y nos apretujamos en una confusión peluda y caliente. Era una malla metálica. No nos dejaba continuar. Chillamos. El ruido me enloquecía. Mis incisivos castañeteaban. En medio del forcejo, muchas aprovecharon para aparearse con el que tuvieran al costado. Una se restregó contra mí y me clavó dos dientes en la espalda.

Finalmente, la malla cedió. Rodamos. Una vez que conseguí pararme sobre mis cuatro patas, recibí la embestida de todas. Patas y dientes encima de mi lomo. Colas azotando mi nariz. Mordiscos a diestra y siniestra. Era extraño: como si se hubieran dado cuenta de que yo era diferente y me castigaban por eso.

Vi una luz al final del túnel y decidí escapar por ahí. Penetré en el círculo blanco y sentí una especie de vacío. Caí. Alcé la mirada y las contemplé cayendo igual que yo. Una lluvia de ratas, pensé. Quise sonreír pero no tenía control sobre los músculos de mi rostro.

Caímos sobre el mar. Recordé que no sabía nadar, pero llegué hasta la orilla con mucha rapidez. Intenté escabullirme dentro del basural. Encontré un cilindro de vidrio y me introduje por un agujero. Una botella partida. Emití un chillido cuando sentí las astillas de la abertura surcando mi piel. La luz del sol se colaba entre frutas podridas y papeles y llegaba débilmente hasta tocar la botella. Todo era verde. Me acurruqué al fondo, pegando mi hocico a la base de la botella. Observé, a lo lejos, cómo las ratas olfateaban cualquier cosa que tenían enfrente. No tardarían en dar conmigo.

Siguiendo el rayo del sol, alcé mis ojos y descubrí el revoloteo de unas gaviotas. Me hubiera gustado volar como ellas, para perderme en el cielo. Una gaviota descendió sobre el basural y se posó sobre una caja de cartón vacía. Sus alas se plegaron, simétricas, acomodándose perfectamente a ambos lados de su cuerpo. Todas las plumas eran idénticas y formaban líneas regulares. Intenté contarlas. La gaviota clavó sus ojos en mí y, de alguna forma, comencé a escuchar el retumbar de su corazón en mi propio pecho. Instantáneamente, mis huesos se volvieron huecos. Huecos pero también sólidos. Y los pelos de mi cuerpo crecían y se volvían plumas.

Empecé a aletear. Busqué la altura. Sentí la resistencia del aire. Mis plumas giraban, se abrían y cerraban, igual que las persianas. Bajé la cabeza y emití un extraño graznido para despedirme de las ratas que se amontonaban alrededor de la botella. Mis pulmones se expandieron sin ninguna dificultad.

Atravesaba las nubes y me precipitaba a mar abierto dejando atrás el humo de la ciudad. Me uní a una parvada de gaviotas. Avanzamos juntas un largo trecho, cada una separada de la otra por la misma distancia, formando una especie de triángulo.

Segundos después, el triángulo de deshizo intempestivamente y todas comenzaron a golpearme con sus alas y sus picos. No pude sostener la pelea por mucho tiempo. Dejé de aletear y caí. Poco antes de estrellarme contra el mar, reaccioné y fui capaz de planear al ras del agua.

Esta vez era imposible esconderse. No había huecos donde cobijarse. Las gaviotas no me dejarían tranquilo. De hecho, una de ellas se aproximaba a toda velocidad, en picada, encabezando la parvada furiosa. Estaba perdido. Volaba en círculos, asustado, sin saber adonde ir. Estaba encajonado entre el mar y el espacio abierto. Resolví que la única forma de escapar sería convertirme en algo más grande que el cielo y el mar. Y pensé que sólo si fuera una especie de dios podría lograrlo: nadie podría encontrarme porque estaría en todas partes y en ninguna. Dejaría de ser esclavo del espacio, y también del tiempo, y dejaría de tener un cuerpo y me convertiría en puro pensamiento y voluntad. Cerré mis ojos amarillentos, como si rezara, y me resigné a los picotazos.

Cuando abrí los ojos, seguía siendo una gaviota. Es decir, todas las gaviotas. Y también las ratas que inundaban el basural. Y el mar. Y el cielo. Todo al mismo tiempo. El universo reveló sus secretos. Comprendí la verdad, la verdad con mayúsculas, la única verdad. El sentido de la naturaleza. Es difícil explicarlo con palabras, lo sé, pero eso fue lo que sucedió.

Me dediqué a vagar por el firmamento en una fracción infinitesimal de un segundo y aprendí el nombre de muchos otros como yo. Nombres indecibles que están más allá del lenguaje, del tiempo y del espacio.

En un grano de arena, me reuní con los otros dioses. Los saludé con los destellos de una supernova que explotaba en los albores del universo. Pero ellos notaron mi presencia y se volvieron contra mí. Querían destruirme. Me persiguieron durante millones de años o durante la fracción de un segundo, no lo sé muy bien. Me persiguieron por toda la superficie del grano de arena que era igual a la superficie de todo lo conocido y por conocer. ¿Cómo escapar de todos y de nadie? Más me hubiera valido volver a ser un hombre.

Y lo fui. Y aparecí en el estadio, parado en el centro de la tribuna, con una radio en la mano, mirando cómo una turba de camisetas amarillas cruzaba el campo de juego a toda velocidad.


* * *


Sebastián Esponda estudió Ingeniería Mecánica y posteriormente una Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP), intenta terminar su tesis sobre el primer nueva corónica y buen gobierno de Felipe Guaman Poma de Ayala. Fue publicado en Creación literaria 2000, recopilación de trabajos de creación literaria de Estudios Generales de la PUCP. Ganó el primer premio de cuento en el concurso Diálogo entre culturas 2001, organizado por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP, y con patrocinio de la UNESCO. Obtuvo el segundo lugar en el Concurso de juegos florales 2002, del Centro Federado de la PUCP. Tuvo una mención honrosa en el III Concurso de cuentos Crisol, Lima 2003, y fue finalista en la XIV Bienal de Cuento Premio Cope 2006. En enero del 2012 publicó su libro de cuentos El polvo de los grandes. Su correo electrónico es esponda.sm@hotmail.com



El polvo de los grandes (Sebastián Esponda)







El polvo de los grandes


Sebastián Esponda

Lima, 2012

Edición de autor



Sorprendente incursión en la narrativa del enigmático Sebastián Esponda, de quien esperamos continúe en la misma senda creativa. El polvo de los grandes es un conjunto de relatos bastante logrado, de temática variada, no siempre asentada en el terreno de la literatura fantástica o la ciencia ficción, géneros a los que el autor aporta una visión entre irónica y melancólica de la existencia.

Así, el tema de los avances científicos que dan lugar a mecanismos que reemplazan o hacen innecesario el contacto humano es tratado en el cuento “Líquido pesado”, advirtiéndonos sin embargo que esta modernidad no logra enmascarar la soledad que termina por absorber a la protagonista,  augurando así el universo compuesto por seres humanos que no son otra cosa que personalidades vacías pero plenamente conectadas, universo al que estamos llegando con nuestras redes virtuales y conexiones inalámbricas. “Pasión por la imagen”, un relato digno de figurar en cualquier antología de literatura fantástica, nos ofrece una historia en la cual seres inanimados desarrollan una especie de consciencia basada en la vanidad antes que el intelecto, y de paso nos muestra los extremos a los que a veces llegamos con tal de ser vistos, aunque eso no implique necesariamente el ser conocidos.  En cambio, “La masa que cayó del espacio”, a pesar de su sugerente y lovecraftiano título, no deja de ser una fantasía adolescente en torno al sexo, aunque diestramente narrada, con toques humorísticos.

Más inquietante resulta “El cassette rojo”, a medio camino entre el relato policial y la ciencia ficción, donde la investigación de los pormenores de un crimen, registrado mediante el cassette del título, termina por conducirnos a un posible fin del mundo. “Un roble macizo como un elefante” cae de lleno en la ciencia ficción, con una ambientación futurista magnífica y un final sorprendente que bien podría darle la categoría de clásico: en un futuro lejanísimo, el entorno humano ha cambiado de manera radical, al punto que los humanos habitan el espacio alrededor de la Tierra, mas no la Tierra misma. Y, obviamente, el entorno ha acabado por transformar al hombre mismo, al punto que este mismo es incapaz de reconocer su humanidad... o la falta de ella. “Minuto 43” reflexiona en torno a la naturaleza contingente del universo, cuya existencia puede alterarse por completo de un momento a otro, partiendo de un escenario tan banal como la tribuna de un estadio en el cual el protagonista se encuentra expectando un encuentro deportivo, para terminar perdido en los confines del espacio-tiempo. “Zoopsia” juega a la vez con nuestro temor a la naturaleza y con nuestra presunción de ser, los humanos, el producto más elevado de la evolución, recordándonos que no somos más que un tipo distinto de animal. O al menos, así podrían vernos otras especies inteligentes, aunque no necesariamente humanas...o animales.

Por último,“El polvo de los grandes”, irónico a más no poder, y de muy recomendable lectura en esta época de emprendedores y pontífices del mercado, nos recuerda que muchos descubrimientos no son más que recuerdos, y que la grandeza del ser humano no está en su capacidad de aprovecharse de la naturaleza o de otros seres humanos, sino en su capacidad de crear.


Daniel Salvo

martes, 1 de mayo de 2012

Editorial: Por la literatura electrónica




El fin de semana, estuve conversando con unos amigos en un lugar público que, sin ser necesariamente caro, contaba con wi-fi. En una mesa cercana, un comensal encendió su teléfono celular, pero no para efectuar o recibir llamadas, sino para ver algún programa de televisión transmitido digitalmente. Otro revisaba su cuenta twitter. Y un servidor aprovechó para descargar un libro electrónico en su tablet.

En algún momento, mis amigos y yo lo tuvimos claro: casi todos los clientes de lugar tenían algún dispositivo con capacidad de ingresar a Internet, de manera inalámbrica.

Sin recurrir a un cálculo estadístico, podría decirse que la mayoría de asistentes contaba con el sistema Android en sus equipos, el cual permite “bajar” aplicaciones, entre ellas, lectores de libros electrónicos para (prácticamente) todos los formatos disponibles (ePub, FB2, TXT, Kindle, Mobi, PDF, etc.).

En otras palabras, virtualmente hablando, una gran mayoría de usuarios TENÍA UN LIBRO EN LA MANO.

Y si proyectamos el hecho de que los teléfonos celulares de última generación son, básicamente, “smartphones”, y que además las tablets como la Galaxy o el iPad se han vendido muy bien en el último año, tenemos que, en los hechos, LA DIFUSIÓN DEL LIBRO SE HA PRODUCIDO YA, A NIVEL NACIONAL.

Lo recalco: LA DIFUSIÓN DEL LIBRO SE HA PRODUCIDO YA, A NIVEL NACIONAL.

Díganme qué sentido tiene, a estas alturas, quejarnos por la ausencia de librerías en ciudades que no son Lima, por la falta de bibliotecas escolares, por el elevado precio de los libros publicados en papel, si, como se muestra en la gráfica, en los Estados Unidos, el negocio de la venta de ebooks va viento en popa, y no afecta la venta de libros en papel. Díganme si el precio promedio de U$ 9.99 para los libros electrónicos (además de la oferta de precios menores, con tendencia a la gratuidad) basta para cerrar la boca a los apocalípticos que hablan de la muerte del libro y de la cultura escrita.

Pero, ¿se condice esto con los índices de lectoría, sobre todo, en el Perú? ¿Sirve de algo que niños, jóvenes y adultos tengan dispositivos de lectura electrónica portátiles (ya se trate de tablets, teléfonos celulares o e-readers, bastante escasos en nuestras tiendas, por cierto), si los usan para jugar o comunicarse , en lugar de leer “Juego de Tronos”, por ejemplo?

Démonos cuenta de que se trata de problemas distintos. De hecho, es insoslayable que el próximo gran tema de discusión va a ser el cómo remunerar a los creadores de contenido en la Internet, dado que es más fácil reproducir dichos contenidos, con o sin la autorización de sus creadores. De la misma manera, hablar de elevar el índice de lectoría en el Perú es muy distinto a reconocer que, hoy por hoy, hay más peruanos con “libros” en la mano que en décadas anteriores. Si bien la Internet aún no es masiva (al menos, no tanto como los teléfonos celulares), su uso se incrementa cada día, de manera que no es descabellado pensar que pronto tendremos a un país real y totálmente interconectado.

¿Sabremos aprovechar esa interconexión? En el caso concreto de los libros y lectores, ¿alguien está anotando que hay cada vez más “libros” en los bolsillos de los (reales y potenciales) lectores?

Daniel Salvo