La cultura inca en dos cuentos de ciencia ficción:
«El falsificador» de José B. Adolph y «Quipucamayoc» de Daniel Salvo
Suele pensarse que la cultura inca fue una civilización milenaria. De hecho, el Tahuantinsuyo, conocido también como Imperio Incaico, tuvo una existencia breve. Esta cultura tuvo políticamente tres periodos: el primero fue el Legendario o Curacal (de 1285 a 1320), en el que gobernaron dos incas: Manco Cápac (fundador del Cusco) y Sinchi Roca; el segundo periodo fue el Protohistórico o Monárquico (de 1320 a 1425), en el que gobernaron seis incas: Lloque Yupanqui, Maita Cápac y Cápac Yupanqui (pertenecientes al Hurin Cusco) e Inca Roca, Yahuar Huaca y Huiracocha (pertenecientes al Hanan Cusco); y el tercer periodo fue el Histórico o Imperial (de 1425 a 1532), en el que gobernaron cinco incas: Pachacútec (vencedor de los chancas), Túpac Yupanqui, Huaina Cápac, Huáscar (muerto en 1533) y Atahualpa (capturado en 1532 y muerto en 1533). A partir de este sucinto recuento, podemos resumir que la cultura inca solo duró 247 años, de los cuales apenas 107 son propiamente un imperio.
Pero el Antiguo Perú sí es milenario. Y lo es por y desde las huellas que dejaron los hombres en el periodo lítico-arcaico, en el 11600 a.C., en la cueva de Jaywamachay, en la provincia ayacuchana de Huanta, y por lugares como Caral, en el norte de Lima, la primera ciudad de América, erigida en el 2600 a.C. La cultura inca no fue milenaria pero sí heredera de toda la tecnología y el imaginario que se produjeron en esta parte del mundo en más de trece mil años de supervivencia y mejora de la calidad de vida. Cultura que en 1425 se convirtió en el único imperio autóctono e histórico al sur de la línea ecuatorial del mundo.
No obstante estas raíces que se pierden en la noche oscura del tiempo y de ser el único imperio autóctono del hemisferio sur, razones más que suficientes para encender la imaginación de escritores de toda línea, son escasas las obras de ficción ambientadas en el Perú prehispánico. A esta carencia y marginalidad, hay que sumar la poca producción de textos de ciencia ficción. Por tanto, textos de ciencia ficción enfocados en el Perú incaico y preincaico resultan ser verdaderas rara avis de nuestra tradición literaria.
De la amplia obra de José B. Adolph (escritor que nació alemán en 1933 y murió peruano en 2008) y de la prácticamente inédita producción de Daniel Salvo (sugestivo seudónimo de un abogado que nació en Ica en 1967), rescatamos dos cuentos que en estricto no son textos de ciencia ficción ambientados en la cultura inca, pero sí relacionados o, en todo caso, inspirados en tal deseo. Pero, sea como fuere, en ambos hay una presencia de la cultura inca más que relevante por lo que marcan rutas de investigación y producción literarias en tal sentido.
En 1971, Adolph publicó en Lima, bajo el sello editorial Campodónico-Moncloa, su segundo libro de cuentos: Hasta que la muerte. Esta colección de relatos alberga el cuento «El falsificador», texto que no se ambienta en la cultura inca sino en los años posteriores a la captura de Atahualpa. El protagonista es nada menos que el conquistador y cronista español Pedro Cieza de León (1520-1554), quien tras explorar territorios americanos y fundar ciudades llegó en 1548 a la otrora Ciudad de los Reyes (Lima), donde empieza su labor de cronista oficial del Nuevo Mundo. Así, de 1549 a 1450, recorre el Perú a fin de acopiar información con la que redactará los tres volúmenes de su obra Crónica del Perú: un registro histórico que narra los acontecimientos de la Conquista y las guerras entre los españoles. El primer volumen de Crónica del Perú apareció en 1553, en España, pero Cieza de León jamás pudo ver publicados el segundo y tercer volumen, pues estos fueron impresos en 1871 y 1909, respectivamente.
«El falsificador» es un cuento breve de novecientas palabras con un epígrafe considerablemente extenso, que tiene cerca de setecientas palabras, es decir, representa más de las tres cuartas partes del relato. Esta inusual característica le confiere al epígrafe —fragmento de un registro histórico— un peso narrativo casi equivalente al cuento. La cita es de Cieza de León. Se trata de dos párrafos del capítulo 5 de la segunda parte de Crónica del Perú, o sea, del tomo que se publicó después de 317 años de la muerte del cronista. Visto así este exceso y desproporción, el epígrafe no es tal, pues cumple una función narrativa: relatar una verdad que luego será interpretada en el relato para convertirla en mentira simbólica, en verdad a medias, en ficción, en falsificación, que es producto de la acción de «falsear o adulterar una cosa», de acuerdo con el Diccionario de la lengua española.
El epígrafe narra que, en un tiempo anterior a los incas, tras un largo periodo de oscuridad, salió el Sol de una isla del lago Titicaca y que luego, proveniente del sur, llegó un hombre blanco y grande que demostró tener gran poder sobre la naturaleza. Y por este poder se le llamó «Hacedor de todas las cosas criadas, Principio dellas, Padre del sol». Este ser posteriormente marchó hacia el norte, obrando maravillas, poniendo orden y difundiendo el amor entre los hombres, y recibió diversos nombres —Ticiviracocha, Tuapaca y Arnauan—, dependiendo del lugar. En su honor se levantaron templos, en los que frente a su representación se practicaron sacrificios. De este ser no se volvió a tener noticia.
Posteriormente, Cieza de León refiere que después de un tiempo se volvió a ver a otro hombre semejante a Ticiviracocha, pero del cual no se tenía nombre. Este ser sanó enfermos, e hizo cosas muy buenas y provechosas, hasta que llegó a un pueblo que intentó apedrearlo. El ser imploró al cielo el favor divino. Tras esto, apareció un fuego del cielo y los pobladores, temerosos de morir, fueron hasta el ser y le suplicaron que los librara del castigo. El ser accedió al pedido y ordenó apagar el fuego. De este episodio solo quedaron unas piedras quemadas y el recuerdo de la partida del ser rumbo a la costa. Frente al mar tendió su manto y se fue entre las olas y nunca más lo vieron. Y por la manera en que se fue lo llamaron Viracocha, que significa espuma del mar.
Con las imágenes de Ticiviracocha y Viracocha aún frescas en la mente —perfiles bondadosos solo comparables con la figura mítica de Cristo—, Adolph nos presenta desde el primer párrafo de su cuento una escena similar al arranque del epígrafe del cronista español: la oscuridad. En esta negrura trabaja Cieza de León, físicamente acabado, convirtiendo lo que recuerda, por medio de un trance, en leyenda. Adolph plantea la construcción de una leyenda al costoso precio de la deconstrucción de la realidad o, más bien, de falsificarla.
Párrafo tras párrafo, Adolph (otro falsificador) recrea al cronista español en la fatigosa tarea de encubrir y maquillar para no ser quemado en la hoguera por hereje, de falsear y adulterar a fin de no alterar el orden, en su feliz ignorancia de hombre moderno que cree tener los pies aún puestos en el medioevo. Sabe que es el eslabón malo y fatal de una larga cadena de narradores orales, y sabe de la importancia y peso de su acción, ya que él registra sobre el papel una historia contada de generación en generación, para plasmarla de manera definitiva como parte de la historia oficial. Sabe que miente, pero el fin justifica su falsificación, una misión que está por encima de su compromiso humano.
Adolph lleva al lector durante once párrafos a pensar de que se está ante un conflicto ético, ante una cuestión que no tiene sentido someterla al tamiz del ser y el parecer ni, mucho menos, al lente platónico de la percepción alterada, pues Cieza de León sabe bien lo que oyó, recuerda perfectamente bien que escuchó de manifestaciones que no puede referir porque van contra el orden establecido por su fe.
De este modo, Adolph crea una atmósfera perfecta para dar un martillazo contra la cabeza del lector en el duodécimo párrafo, el definitivo, con un final sorpresivo y revelador. El narrador de lo que ocurre en la habitación oscura donde escribe Cieza de León es el tripulante de una nave que va de un lado a otro del Sistema Solar. Nave convertida en simple fuego en la crónica del español. Se trata de un informe, un simple reporte, que da cuenta de que el secreto sobre esta «raza superior» se mantiene aún a salvo, pues Cieza de León entendió el gesto de silencio de la leyenda oída, antes de que el ser (el narrador-navegante) se pierda en la espuma del mar y se le llame Viracocha, como también se llamó el octavo inca.
El texto de Daniel Salvo, titulado «Quipucamayoc» (que fuera publicado en la revista virtual Ciberayllu el 26 agosto de 2005) no es menos fascinante. «Quipucamayoc» está ambientado en lo que es actualmente el sur de Lima, Cerro Azul, durante los gobiernos de los incas Huaina Cápac y Huáscar, es decir, hacia el final del Tahuantinsuyo. Si el remate de «El falsificador» de Adolph no hace otra cosa que invertir los planos al pasar de un registro realista a uno de ciencia ficción a partir de una sorpresiva revelación, en «Quipucamayoc» estamos ante una situación más sutil.
En «Quipucamayoc», la revelación empieza al inicio del último tercio del relato, manifestación paulatina y muy bien dosificada que de algún modo nos lleva a convertir un texto realista en uno de ciencia ficción sin que, en estricto, lo sea. Es decir, parece, pero no es, y esto resulta ser lo más inquietante. Pero esta apariencia es suficiente para que el relato de Salvo forme parte del anaquel de los textos de ciencia ficción por el sustrato tecnológico en clave que subyace a la historia. En todo caso, podría etiquetarse como una obra de ciencia ficción simbólica.
La estrategia narrativa de Salvo consiste en equiparar los quipus con las computadoras, y los nudos malos con los virus cibernéticos, pero este ejercicio lo efectúa el lector, jamás el narrador omnisciente, quien evita muy eficazmente cualquier exabrupto o anacronismo. La reconstrucción de la época, la invención del pueblo guacro, el manejo político de los personajes y el telón de fondo ideológico son bastante verosímiles.
Es más, dejando la anécdota de lado —la estrategia de Pomacha para vengar la conquista inca de su pueblo: la destrucción de un complejísimo sistema de registro de información (el quipu) mediante un nudo malo—, el cuento de Salvo postula una explicación histórica nada descabellada ante la reiterada intriga que desde hace 478 años asalta a propios y extraños en torno al hecho de cómo un pequeño grupo de españoles consiguió conquistar un imperio. Lo planteado por Salvo (arruinar un sistema de comunicación sobre el cual se erigía el Imperio Incaico) no solo es verosímil sino acertadamente razonable. Y más allá de las monumentales huellas arquitectónicas y otros deslumbrantes legados de la cultura inca que aún podemos apreciar, se perdió lo más importante: la información, el registro, la historia oficial y la otra (la clandestina), el conocimiento valiosísimo de una civilización que se nutrió, a su vez, de muchas otras culturas, que florecieron a partir del surgimiento de notables reinos milenarios. Lo verdaderamente desconcertante de este magnífico cuento de Salvo es que esta pérdida, que esta destrucción, no fue producto de la codicia e irracionalidad de los conquistadores españoles, sino fruto de una venganza nativa, de la revancha que consiguió llevar a cabo Pomacha, en representación de su sojuzgado pueblo, ante la implacable y cruel política expansionista de los incas.
Misteriosos y soterrados suelen ser los hilos de la Historia, aquel entramado que se teje incesantemente desde que el hombre se reconoce como tal y lo registra haciendo total uso de su libre albedrío, como una natural libertad de expresión, pero algunas veces surgen ficciones, como «El falsificador» de José B. Adolph y «Quipucamayoc» de Daniel Salvo, con una poderosa verdad literaria que nos permiten echar luz sobre episodios que la ciencia no consigue esclarecer de modo objetivo e incuestionable. En este caso, tenemos dos textos de ficción, cuya alta factura narrativa sirve de soporte para acercarnos a la cotidianeidad de la cultura inca, y rendir homenaje al registro histórico y a su importancia para la salvaguarda cultural… textos que contribuyen, además, a entendernos como individuos cuando nos enfrentamos a un futuro que exige y sobrepasa el límite humano ante la añoranza por el pasado y la incertidumbre del presente.
José Donayre (texto leido en la conferencia Eclosiones de lo fantástico en el Perú, organizada por TINTA EXPRESA, Revista de Literatura y Casa de la Literatura Peruana )
José Donayre (Lima, 1966) estudió Literatura y Lingüística en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Ha publicado las novelas La fabulosa máquina del sueño (Mercado Consultora y Publicaciones, 1999) y La trama de las Moiras (Fondo Editorial de la PUCP, Lima, 2003), el libro de cuentos Entre dos eclipses (edición del autor, Lima, 2001, 2007), y la colección de ficciones breves Horno de reverbero (Mundo Ajeno, 2007). Ha participado en las antologías de narrativa Perspectivas para una narrativa peruana de los 90 (APPAC, 1990), Maldito amor mío (Signo Tres, 2002), Ciencia ficción peruana (Eridano, suplemento Nº 10 de Alfa Eridani, 2005), Nacimos para perder (Casatomada, 2007) y La estirpe del ensueño. Narrativa peruana de orientación fantástica y/o extraña (edición no venal, selección de Gonzalo Portals, 2007), y en la antología de poesía La generación del noventa (Biblioteca Nacional del Perú, 1996). Maneja actualmente varios blogs, entre ellos Esta boca es mía. Se dedica a la promoción cultural y a la edición de obras literarias.
Saludos Señores
ResponderEliminarFelicitaciones por publicar cuentos o novelas de ficción ambientadas en la época Inca. Les comento que he publicado "El guerrero de La luz", novela ficción donde los mitos y leyendas se mezclan con la realidad. Les invito ha verlos en You Tube con el Nombre: Dioses Incas- El regreso ó La Profecía Inca-El Paititi.
De esta forma colaborando con la cultura peruana y nuestra identidad ancestral, gracias.
Luis Torres