Atlantis, el imperio perdido (2001), película de dibujos animados producida por los estudios Disney, es un steampunk más que decente, en el cual, con la tecnología de 1910, un grupo de aventureros descubre cómo llegar a lo que queda de la antigua civilización atlante, un reino submarino pletórico de prodigios, a pesar de su decadencia.
Pero además de la aventura, Atlantis ofrece otros motivos de interés. Uno de ellos, la contraposición de los personajes, obviamente buenos y malos, pero llenos de matices que ameritan su análisis. En particular, dos de ellos: Milo Thatch y Lyle T. Rourke.
Milo Thatch, protagonista principal de Atlantis, aparece al inicio como el típico perdedor. Extremadamente delgado, torpe de movimientos, usa gruesos anteojos. Además, es experto en saberes aparentemente "inútiles" como la lingüística, la historia y la cartografía. Por último, como buen nerd, tiene una obsesión con la Atlántida, el mítico continente perdido que, según Milo, tuvo existencia real y cuyo rastro puede seguirse a partir de ciertas claves arqueológicas. Demás está decir que Milo es el hazmerreir del museo en el cual trabaja como operario de calefacción.
Su suerte cambia cuando un millonario excéntrico, quien también cree en la existencia de la Atlántida, decide solventar una expedición en búsqueda del continente perdido, para lo cual necesita a Milo debido a sus conocimientos en lingüística e historia. Milo es reclutado para participar en la expedición, lo que le permite abandonar su deprimente trabajo en el museo.
Al integrarse al equipo, Milo conoce al lider de la expedición, el arrogante Lyle T. Rourke. Fornido, saludable, seguro de si mismo al extremo de la pedantería, Rourke no deja de manifestar a cada momento que es el “macho alfa” de la expedición. Sus órdenes son acatadas sin dudas ni murmuraciones. En cambio, el pobre Milo es objeto de burlas y maltratos por parte de sus nuevos compañeros.
Pero la situación cambia a medida que avanza la historia. No puedo evitar recurrir a los spoilers, pero dado que se trata de una película del año 2001, casi todos deben haberla visto. Ni bien los expedicionarios ponen un pie en la Atlántida, es Milo quien asume un papel más destacado. Sus conocimientos en historia y arqueología son los que permiten a la expedición encontrar la Atlántida. Gracias a sus conocimientos en lingüística, se logra establecer comunicación con los atlantes sobrevivientes. Y gracias a su ética como académico e intelectual, Milo consigue ganarse el respeto de que quienes otrora lo despreciaban, al punto de convertirlos en partidarios de su causa: evitar la destrucción final de lo que queda de la antigua Atlántida. Y, last but not least, Milo es quien conquista a la hermosa Kida, la última princesa de la Atlántida.
A simple vista, una típica historia de Disney, final feliz incluido. Pero en los tiempos presentes, en los que un comercial de televisión aboga por la abolición del pensamiento racional (el niño que no puede restar) y los propios universitarios se quejan por que les exigen leer mucho, cabe considerar Atlantis, el imperio perdido como una metáfora de la lucha entre el la valoración del conocimiento aparentemente inútil que encarna Milo contra el cínico pragmatismo que encarnaría Rourke. Rourke es una caricatura que, sin embargo, tuvo y tiene todavía muchos admiradores en el Perú, como que fuimos el país en el cual se gestó la expresión “cultura combi”, como expresión de un oportunismo chabacano, mal entendido como pragmatismo, según el cual todo vale con tal de conseguir lo que uno desea. Demás está decir que esta cultura atroz tuvo su máximo esplendor entre 1990 y 2000, propugnada nada menos que desde las más altas esferas políticas, eclesiásticas y culturales del país. El Perú fue el imperio (ojalá que perdido, ojalá) de la cultura combi, el país donde los Rourke (aunque nuestros aprendices de Rourke tenían más facha de arrastrados que de otra cosa) de toda laya pisoteaban orondos todo lo que tuviera que ver con la cultura, la ciudadanía, la inteligencia, el conocimiento, la solidaridad y el respeto al prójimo. En suma, en el Perú, Milo Thatch también la habría pasado muy mal.
Pero al final, las cosas son como son. El tipo de ciudadanía que encarna Milo, el estudioso, el investigador, el intelectual interesado en adquirir conocimiento antes que poder o prestigio, no suele gozar al principio del apoyo de una sociedad orientada a valores espúreos. Apostar por el conocimiento, por la reflexión, por la ética, aparentemente nos convierte en “lornas” incapaces de sobrevivir en un mundo que se nos presenta cada vez más decadente y corrupto. ¿Son así realmente las cosas?
Sólo podemos decir que, en asuntos humanos, no existe el determinismo. El desarrollo del conocimiento y el observar una conducta ética nos permite, utilizando términos tomados del excelente libro “El cultivo del discernimiento” (editado por Susana Frisancho y Gonzalo Gamio, pueden leer su Introducción aquí), convertirnos en agentes racionales; no meros sujetos que se dejan llevar por caprichos del momento, sino en ciudadanos con capacidad de asumir nuestros derechos y deberes con asertividad. La ética no está desvinculada de la capacidad de tomar buenas decisiones, y el conocimiento matiza de manera positiva esta capacidad, de manera que las consecuencias positivas de nuestras decisiones se hacen permanentes. Tal sería la lección que parece enseñarnos Milo Thatch; mientras que Rourke obtiene triunfos y victorias efímeras y aparentes, para luego ser despojado de las mismas.
Tal vez la verdadera Atlántida fue sólo un reino mítico y utópico, un mero ejercicio intelectual de Platón. Pero puede ser que gracias a nuestro desarrollo como agentes racionales, llegue a existir.
Daniel Salvo
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