martes, 27 de septiembre de 2011

El hombre que volvió del futuro (Christopher Priest)


El resumen de esta novela parece fácil: el científico Elías Wentik, quien está experimentando con sustancias que afectan la consciencia, es transportado a un futuro en el que ha ocurrido una catástrofe, producida en parte por la sustancia en la que estaba experimentando. Dado que no consigue desarrollar una cura, es devuelto a su propio tiempo con la misión de impedir que desarrolle su invención, y por ende, evitar la catástrofe.

Parece un spoiler total, pero tratándose de Christopher Priest, el argumento de El hombre que volvió del futuro (mejor traducido como Indoctrinario, que además es más fiel al título original en inglés,  Indoctrinaire) es apenas una de las razones que me han hecho releer esta novela en cuanto terminé una primera lectura.

La novela está construida de manera casi minimalista, con pocos personajes y escenarios. Un laboratorio subterráneo en la Antártida, un lugar en Brasil en el que coexisten el presente y el futuro, un futuro en el cual, cómo no, ha tenido lugar una guerra, iniciada por una invasión cubana a los Estados Unidos (!), en la cual se ha utilizado como arma la sustancia desarrollada por Wentik, la cual ha dejado pocos sobrevivientes, la mayor parte de ellos refugiados en Brasil. Son los habitantes de este futuro quienes reclutan a Wentik, con la esperanza de impedir que culmine su trabajo, o que impida su utilización en la guerra anunciada.

Priest tiene una habilidad envidiable para incomodar así al lector, utilizando elementos tan poco “tecnológicos” como un laberinto, un edificio cuyo interior aparenta ser más extenso que su exterior, una pared con una oreja inmensa o una mesa de la que surge un brazo humano dotado de movimiento… Parecen imágenes surrealistas, que quizá hagan pensar a algún lector: “oh, otro de esos autores que se las dan de profundos”. No ocurre nada de eso con Priest, al contrario, los eventos y acciones narradas componen una novela de lectura rápida (aunque algo alargada), con un argumento legible y un final ambiguo como el que más. La oreja y la mano son aparentemente lógicas y necesarias según se explican las acciones de los personajes, pero el lector no tarda en percibir que detrás del empleo de estas imágenes hay algo más que el mero decorado de una novela de viajes en el tiempo.

Y es que la atmósfera que Priest imprime en esta novela tiene algo de sustancia alucinógena, algo de perturbador y anormal  que nos lleva a pensar si acaso nos hemos perdido de algo, si los problemas que deben solucionar los personajes son realmente lo importante, o si he hemos caído en una trampa, en un mecanismo de relojería que, página tras página, va socavando nuestras nociones, no de lo que es real o irreal, sino de lo que es racional o irracional en el ser humano. Así, el lector acaba tan a tientas como los personajes, tan esperanzado o desesperanzado como ellos, tan perdido en el tiempo como el que más.

Qué suerte que sólo sea un libro de viajes en el tiempo.


Daniel Salvo

martes, 20 de septiembre de 2011

El fondo del cielo (Rodrigo Fresán)




El fondo del cielo
Rodrigo Fresán
Debolsillo, junio 2011
Barcelona



De este libro, se podría afirmar que es la más hermosa historia de la ciencia ficción anglosajona del siglo XX, escrita en clave de novela.

Por que todos (o casi todos...) están aquí. Asimov, Heinlein, Bradbury, Ballard, Gernsback, Dick, Sturgeon, Clarke y Vonnegut. Ellos y sus hijos, que son las series de televisión y producciones cinematográficas surgidas al influjo de la ciencia ficción. Deckard viendo morir al replicante Roy Batty mientras suelta su famoso monólogo. El niño estelar contemplando la Tierra luego de ser transformado por el monolito. Duelos de sables laser sostenidos en naves capaces de sobrepasar la velocidad de la luz. Una tripulación de exploradores vistiendo piyamas visitando la frontera final. Un arquitecto alucinado con una invasión extraterrestre... Y paro de enumerar.

Al lector fanático (más que aficionado) a la ciencia ficción, “El fondo del cielo” le depara el placer infantil de jugar al adivina quién es con las claves ya resueltas, con las obras y biografías de los autores suficientemente trajinadas como para saber quien es quien, con los años de publicación y emisión conocidos al derecho y al revés, pero le puede dar también la inesperada revelación de saber quien es el propio lector, qué clase de vida ha tenido para llegar a ser parte de ese universo creado desde y por la ciencia ficción. Quizá una advertencia apropiada para su lectura sería “la nostalgia puede dar lugar al desencanto”: el desencanto de descubrirse a sí mismo como un morador más del fondo del cielo, un universo que parece haber llegado a su fin.

El lenguaje es preciosista, los párrafos como joyas engarzadas que se suceden una tras otra, mientras nos enteramos de la historia de amor imposible e increíble entre cuatro personajes que podrían ser, y no serlo al mismo tiempo, versiones alternativas de los escritores de ciencia ficción Isaac Asimov (o Harlan Ellison), Philip K. Dick (o Cordwainer Smith) y Howard Phillips Lovecraft (o Theodore Sturgeon), tres estrellas (o planetas) girando en torno a la más imposible de las mujeres, aquella que nos quiere, respeta y aprecia, pero nunca sabremos si en realidad nos ama.

Es el fin de la ciencia ficción, o el fin de un mundo

Tras la lectura de “El fondo del cielo”, surge la pregunta: ¿se terminó la ciencia ficción? ¿Puede dar más el género en este siglo XXI? ¿O ya vivimos en un mundo alternativo que la hace obsoleta, como género literario o como literatura de ideas? Pero si la ciencia ficción ya es obsoleta... ¿entonces, qué no lo es?

sábado, 10 de septiembre de 2011

La medida del mundo (Denis Guedj)



La medida del mundo podría describirse como un libro de ciencia y ficción. De hecho, la ciencia y la ficción se dan de la mano con la historia.
Ambientada en la convulsa Francia de la revolución, entre los siglos XVIII y XIX, con Luis XVI recién decapitado, nos ofrece un cuadro bastante realista (mal que les pese a los detractores de la ficción histórica) de lo que significa el dedicar la vida a la ciencia, es decir, es una novela protagonizada por científicos reales, no por ilustraciones de cartón piedra.
No es que el autor caiga en la burda trampa del "los científicos también son seres humanos" y que por ende haya que acercarlos al público exhibiendo su lado humano. Es decir, mostrar cómo Einstein era distraído, cómo se enamoraron los Curie o puerilidades de ese tipo. Al contrario, Denis Guedj (1940-2010) ha elaborado una novela en torno a "seres humanos que son científicos".
Como humanos, pues, el astrónomo y geógrafo Pierre Méchain, junto con el también astrónomo y matemático Jean Baptiste Delambre, fueron los encargados de determinar el valor exacto nada menos que del metro patrón (sí, el que usamos ahora, el de cien centímetros), están expuestos a las vicisitudes propias de tal condición, así como a las limitaciones y posibilidades del tiempo que les tocó vivir. De contar con el apoyo del rey para su empresa, resultan sospechosos de monarquistas ante las nuevas autoridades. De ser considerados ilustres hombres de ciencia en la corte, la academia y el parlamento, pasar a ser casi linchados por campesinos que ven en sus instrumentos y actitudes las de enemigos o brujos. Además, siempre está el riesgo de la política,   cuyos vaivenes podrían llevarlos a la gloria científica o a la guillotina.
Y sin embargo... qué fascinantes resultan sus personalidades "de científicos", esa pasión, esa obsesión con el saber que es su vida. Y es ahí que el lector encuentra el punto de contacto, la empatía con los personajes, que viven aquello que nuestra dizque postmodernidad pretende tirar al desván de las cosas usadas e inútiles: la curiosidad, el sueño de la Ilustración de poner al alcance de la mano de todos los seres humanos el conocimiento necesario para llevar la mejor vida posible.
¿Qué necesidad había de medir el mundo? ¿Para qué hubo que "inventar" el metro, el kilogramo y otras unidades de medida? En pocas líneas, el autor nos muestra el panorama de la época: de una región a otra, los valores y los nombres de las unidades de medida variaban sin ton ni son, lo que dificultaba tanto el comercio como cualquier intento de instrucción pública al respecto. Frente al desorden, que además encarnaba el tiempo pasado que se quería borrar, se propuso el orden en el sistema de medidas. Así como los departamentos y distritos reemplazaron a provincias y condados, así como la costumbre fue reemplazada por los Códigos en cuanto a fuente de derecho; la diversidad en las medidas sería reemplazada por un sistema único, "para todos los hombres, para todos los tiempos", como lo expresó otro creyente en el progreso de la humanidad, el ilustrado Condorcet.
Así, se planteó que la unidad de medida universal - el metro, del griego "metrón=medida" - debía basarse en   una medición objetiva, no ligada a ninguna nación (a pesar de esta propuesta de alcance universal, Inglaterra no se plegó al proyecto). En 1791, la Asamblea nacional adoptó el cuarto de meridiano terrestre como base del nuevo sistema de medidas, y la diezmillonésima parte de esa longitud, la medida usual, el metro. Y para determinar tales medidas, bastaba medir un arco de dicho meridiano, convenientemente situado entre Dunkerke en Francia y Barcelona en España.
Visto así, parece una empresa fácil y árida en sus implicancias (hacer mediciones...). Pero lo que tuvieron que hacer Méchain y Delambre para llevarla a cabo constituye una de las más arduas aventuras que pueda contarse, y lleva a reflexionar en torno al verdadero precio que se debe pagar por el conocimiento, así como en torno a sus recompensas.
Una curiosidad: "el metro mide 3 pies 11 líneas 296 milésimas de la toesa del Perú a la temperatura de 16º 1/4". O medía: actualmente, se calcula como  la distancia recorrida por la luz en el vacío durante 1/299.792.458 segundo. 


Daniel Salvo

viernes, 2 de septiembre de 2011

Editorial: Dos días con David Roas



No, no vayan a pensar que ha habido un cambio en mi perspectiva de la vida. Simplemente, quisiera participarles la experiencia genial que ha tenido lugar los días 1 y 2 de setiembre de 2011, en los que he asistido al taller Lo fantástico en la narrativa española, dictado por David Roas en el Centro Cultural de España en Lima (y, así se llama).

¿Y quien es David Roas? Aparte de un expositor simpatiquísimo, capaz de hacerte entender (por fin) de qué va eso del principio de incertidumbre de Heisemberg y cómo es que el gato de Schrödinger está vivo y muerto a la vez, y mezclar eso con nociones de teoría literaria, mientras uno está ahí, oyéndolo, tan feliz como si estuviera tomando lonche mientras ve dibujos animados, es uno de los principales impulsadores de los estudios de la literatura fantástica en el ámbito hispanohablante. David Roas ha redactado antologías, cuentos, ensayos y compilaciones en torno a lo fantástico, género en el que se mueve con una pasión contagiante. Borrador editores tuvo a bien publicar uno de sus libros de cuentos, Horrores cotidianos, "donde lo fantástico se mezcla con el horror del mundo moderno más monótono y gris", según las certeras palabras del crítico Elton Honores.

Desde su participación en el Primer Coloquio Internacional de Narrativa Fantástica que tuvo lugar en 2008, donde tuve la oportunidad de conocerlo, David ha manifestado un gran interés por nuestra narrativa fantástica y por nuestra comida, al punto que ha decidido pasar estos meses de agosto y setiembre en Perú, compartiendo sus sapiencias en lugar de disfrutar el verano español. Vino acompañado de su esposa y también investigadora literaria, la guapísima Ana Casas, (decir que es guapa es poco, tendrían que verla...), quien dictó el taller Lo fantástico en la literatura y cine españoles

¿Y qué se trató en el taller al que asistí? Pues además de ponernos al tanto de los tiempos interesantes que está pasando lo fantástico en España, que al igual que el Perú, está descubriendo una tradición fantástica no reconocida oficialmente, nos comunicó algo de su teoría sobre lo fantástico, como un tipo de narrativa que provoca, ante todo, miedo, un miedo metafísico basado en la transgresión de las reglas del mundo "normal" que se produce en un relato fantástico, tenga o no elementos "sobrenaturales" (entrecomillado mío, pues según David, un orco o un elfo de "El Señor de los Anillos" deja de ser sobrenatural en cuanto deja de producir asombro en los demás personajes, o en el lector, diría yo). Un tipo que nunca puede salir de una estación de trenes a pesar de los carteles que indican la salida, o un niño que se pierde en su cama producen un miedo por lo inexplicable de su situación.

También se comentó  que, en el relato fantástico actual, se está dejando oir la voz del "otro", es decir, no del protagonista usual que atestigua o se enfrenta a lo fantástico, sino de quien ha pasado al "otro lado" de lo fantástico y narra "desde ahi", además de otros conceptos teóricos que podrían ser aprovechables por estudiosos y autores del fantástico nacional.

Es de apreciar el interés que viene despertando la obra de nuestro compatriota Fernando Iwasaki, destacando los microcuentos del volumen  Ajuar funerario.

En fin, son mis impresiones, lo más aconsejable es leer a David en sus textos teóricos y narrativos (esperamos ver en nuestras librerías su cuentario Distorsiones, editado en 2010 por la editorial Páginas de espuma).

Por lo pronto, sólo me queda despedirme con un entusiasta "¡gracias, Maestro!"


Daniel Salvo