Mostrando entradas con la etiqueta josé güich rodríguez. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta josé güich rodríguez. Mostrar todas las entradas

martes, 13 de mayo de 2014

El mascarón de proa (José Güich)




El mascarón de proa de José Güich Rodríguez es un libro compuesto por ocho relatos situados, por su extensión, en la gaveta de los cuentos extensos, rozando, quizás, y como queriendo y no queriendo, el aliento de las novelas cortas. Al darle el relato “El mascarón de proa” el título al conjunto, debemos presumir que para el autor este “mascarón” es como su carta de presentación o como la puerta que se abre para darle la bienvenida al lector. Ojo, al lector peruano, no solo porque el autor lo es, sino porque la circulación de la obra se ha restringido a nuestro país. La característica común a los ocho relatos es la propuesta del autor de sumergirnos en “rupturas de la normal normalidad”, a través de realidades paralelas a lo que se entiende por realidad primaria, creíble, repetitiva y cotidiana. Ahora bien, la principal “ruptura” que encontramos en el libro es la dimensión de lo temporal, pues esa es la danza imaginativa que aparece en cinco de los ocho relatos: “Paisaje de hombre que corre”, “La bailarina de La Perla”, “Zelote”, “En busca de Serling” y en “El veterano”. En cambio, en los otros tres cuentos no hay esa coherencia temática, pues las rupturas son de otra índole: en “El mascarón de proa” hay una propuesta animista; en “Onirolalia” el asunto concierne a lo espacial y en “Los días verdes” lo que se desquicia y subleva es el reino vegetal. No obstante estas tres temáticas independientes o ajenas al gran asunto de “las grandes combinaciones” del presente, del pasado y del futuro, el conjunto de la obra aparece como muy coherente y muy bien trabado. Más aún, sin estos tres cuentos, que rompen la continuidad del tiempo “perforado”, el conjunto hubiese sido excesivamente monotemático. También resulta difícil aventurarse a decir que hay un cuento “mejor” que los otros, pues cada uno se sostiene sobre la base de su propia trama y a su propia “ruptura”.

El mascarón de proa” No obstante que somos un país con unos tres mil kilómetros de litoral, el Perú no es una tierra de tradición marinera, a pesar de nuestra justificada predilección por los platos con “frutos” del mar. Por ello creo que antes de adentrarnos en el cuento, el propio título merece una aclaración breve pero indispensable. De los dos sustantivos, ‘proa’ es el menos desconocido, pues alude a la parte frontal de los navíos; en cambio este ‘mascarón’ ha sido poco conocido o visto por los peruanos. Para no dilatar la entrada en materia, aclaremos pues: durante varios siglos, la tradición ornamental de los barcos a vela exigía, para prestancia de los navíos, que en el extremo más saliente de su proa se colocase la talla del busto de una mujer, tal vez, y esto es un mero suponer, como prometiéndole a la tripulación que al llegar a puerto no les faltaría lo que menos existe, aunque sea como figuración, a bordo de una comunidad masculina. Y estos mascarones, siempre de madera, y siempre surgidos de las manos de artesanos talladores y culminados en un juego cromático de tonos (oscuro para la cabellera, blanco-rosado para el rostro y con libertad de colores para la vestimenta) eran, y además son, sencillamente obras de arte. Justifiquemos la aseveración por el hecho de que fue nada menos que el mismísimo Pablo Neruda quien adornó su casa en la Isla Negra con diversos mascarones de proa, porque su afición era coleccionarlos. 
Y ahora sí, sin más digresiones, vayamos al grano: “El mascarón de proa” es un cuento de amor. Y luego de conocerse y de amarse, ¿final feliz? Obviamente no, porque la literatura, y sobre todo la buena literatura, tiene la obligación de alejarse de la folletinería rosa, la cual, incluso, está plagada de obstáculos antes de culminar en el tedioso final consabido. Sí, un cuento de amor, pero dentro de los más singulares, siguiendo algunos cursos trazados, por ejemplo, por el brasileño Jorge Amado en su novela corta La muerte y la muerte de Quincas Berrido de Agua, en la cual el difunto Quincas “revive” entre emanaciones de alcohol para encontrarse con su amante y darse el entierro marino que su ser apetecía; y trazados también por el mexicano Carlos Fuentes, Aura, en el cual el protagonista cae en las artimañas de una anciana sedienta de amor juvenil (juvenil para ella, aunque siniestro para el joven profesor). Es decir, en la literatura del género de amor, los romeos y las julietas ya han sido demasiado trajinados y trasquilados, y evidentemente hay otras posibilidades. En este caso, el Romeo es un publicista peruano con algunas veleidades bohemias, y la Julieta de madera y pintura es un mascarón que el azar y la generosidad de un amigo que emprende las de Europa pone en sus manos. Me ha llamado poderosamente la atención la tranquilidad, la continencia, con que José Güich va desplegando la historia: en ningún momento apresura “la película”, sino que más bien, al contrario, hasta se diría que por deleitarse él mismo con su historia (algo bastante frecuente) avanza con la lentitud de quien no quiere beberse de un porrazo la copa del placer creativo. Y aquí es necesario hacer una precisión: en la buena literatura quien se deleita antes que los lectores son los propios autores, y justamente de ese gozo es de donde extraen la fuerza y la voluntad para culminar su obra. O mejor dicho: especulo que las obras que no causan deleite al propio narrador son las que nunca escuchan el tronar de las máquinas impresoras, cual borradores que devienen en hojas arrugadas y hasta ignoradas por sus cuasi progenitores. El meollo de este “Mascarón de proa” es que Ella (José Güich le confiere ese apelativo) se “enamora” posesivamente de su dueño, y el dueño, en alguna medida entre lo imposible y lo muy veladamente erótico, también le corresponde. Pero el verdadero amor de Ella no eran sus ocasionales dueños, sino el oceánico mar, y utiliza a su propietario para reencontrase con su medio. Y logra su objetivo, por lo cual la historia no tiene un final feliz para “la pareja”, aunque sí para este insólito personaje de madera y de añales por su obvia antigüedad. Desde luego, conferirle el soplo de la vida a un tronco de madera convertido en busto de mujer, o sea en mascarón de proa, es aproximarse a una visión animista de la vida. Mi “aproximarse” está bien empleado, porque en el verdadero animismo todo tiene vida: el sol, la luna, el viento, los rayos, la lluvia, los cerros, los animales, las plantas, y corresponde a una visión primitiva y mágica de la realidad, en la cual el hombre hace parte de un gran todo pletórico de vida. En cambio, en la modernidad civilizada, y hasta excesivamente racional, la humanidad es lo único que tiene vida en toda su potencialidad, mientras que el gran resto son recursos explotables o bien dominio de la ciencia. Pero no olvidemos que si bien este irremediablemente femenino “mascarón” hace parte de un hipotético mundo en que lo material adquiere vida, el protagonista pertenece a su profesión y a su medio de vida: una vez que el mascarón ha vuelto a integrarse a las soledades marinas, él la convierte en icono publicitario de rotundo éxito, por lo cual cada quien se reintegra a lo suyo. Sin embargo, cabe una posibilidad igualmente interesante y que hasta podría haber escapado a la perspicacia del propio José Güich. ¿Y si su Mascarón de Proa fuera una metáfora sobre una situación bastante común en la mayoría de parejas? ¿Y si este hermoso cuento fuese una alegoría acerca de cómo, en el seno de cada pareja humana, cada cual persigue objetivos muy personales y no compartibles con la otra parte? ¿Y si pasado el entusiasmo del primer tiempo todos los siguientes tiempos fuesen un intento de justificar la inercia por la misma inercia del vínculo ya iniciado? ¿Y si el destino de todo vínculo hombre-mujer, o mujer-hombre, fuese el de la ruptura, valiéndose de cualquier oleaje? ¿Y si el destino de todo gran amor fuese el de volver inútilmente a la orilla del mar, para ver si la persona amada es devuelta por las olas? 

Paisaje con hombre que corre” En este cuento, lo intencionalmente inverosímil de la historia (un limeño adulto que desaparece el 18 de agosto de 1935 es atropellado por un vehículo el 18 de agosto de 1995, y que entonces “vuelve” a fallecer, pero no con unos improbables noventa años sino con la edad correspondiente a la tercera década del siglo pasado), repito, lo inverosímil es atenuado porque con enorme olfato literario Güich convierte la trama en un típico cuento detectivesco, con todos los ingredientes del género: “occiso”, “forense”, “morgue”, etcétera, en cuanto a la terminología; investigación de la identidad del difunto a partir de la etiqueta de su ropa, rastreo del sastre que confeccionó el traje, investigación que se prolonga en la hemeroteca revisando una edición de El Comercio de 1935, búsqueda de fotografías de sesenta años atrás, en cuanto a los convencionalismos del género policial, de modo que el lector disfruta de un cuento fantástico en el cual, y en un instante, se anulan las leyes del tiempo, y al mismo tiempo disfruta de un cuento policial que, por su propia circunstancia, da pie, además, para evocar (y comparar) la Lima de 1935 con la de 1995.

 “Onirolalia” De los ocho relatos que componen el libro de José Güich, este es el más hermético por dos motivos que vienen al caso exponer: su único protagonista carece de nombre y el autor lo estructuró sobre la base de párrafos largos, sin el descanso de un punto aparte, párrafos alargados que abarcan hasta tres páginas. Para ser más preciso, Orinolalia consta de seis secciones y cada una está compuesta por un único párrafo, en el cual no hay la concesión de un punto aparte. Pero como en muchos otros casos, la forma se ajusta al fondo, y el fondo de este relato intimista, memorioso, con algo de búsqueda borgiana, es establecer límites precisos entre el mundo concreto de la vigilia y el mundo inasible de nuestras ensoñaciones oníricas, y de ahí, de “onírico”, es de donde proviene el título. Sin embargo, y aunque el personaje carece de nombre (pero sí tiene “voz”), hay referencias muy concretas a la situación: por lo pronto, su ámbito es Lima, y más concretamente el barrio de Salamanca de Monterrico, y en este caso la toponimia se muestra generosa: Sacsayhuamán, Hernando de Soto, Toparpa Inca, Los Quechuas, Los Paracas, Cieza de León, son algunas de sus calles, y Kennedy, San Cipriano, Santa Ángela, sus referentes de colegios, más una esposa (en el presente), un amigo analista y un carro Opel Record 68, son los asideros para que el lector se oriente en esta “suma de todas las noches”. Posiblemente, en plan de hacerse concesiones a sí mismo como narrador y al lector como destinatario, José Güich Rodríguez no hubiese logrado lo que seguramente se propuso: hacernos navegar en ese mundo en que realidad concreta y territorio onírico, pasado y presente, y el yo consciente y el otro yo del subconsciente se confunden y entreveran en los “interminables vericuetos de la noche”.

La bailarina de La Perla” El relato del encabezamiento es de los mejor logrados. En él Güich reitera lo relativo que es la dimensión tiempo. Además, combina o hace confluir la deliberada lentitud con que avanza la acción (un viaje de Lima a la campiña de Sullana, un contrato para impartir clases de bailes costeños, una tormenta, una casona misteriosa) de “El mascarón de proa” con el aporte de datos concretos, tangibles, un poco a la manera de “Paisaje de hombre que corre”. Pero en esta “Bailarina de La Perla”, la protagonista, la bailarina Soledad, se reencuentra con su pasado personal y familiar, pasado que no es el de su infancia “lógica”, o sea una infancia que debió transcurrir en los años sesenta o setenta, sino con una infancia en un calamitoso verano de 1848, insistiendo así el autor en que el tiempo es una temporalidad arbitraria, por¬que el pasado es recuperable. También es importante mencionar que en este cuarto relato Güich ma¬neja con evidente maestría el suspenso y que se asoma, pero no cae, en la tentación de comunicar al lector alguna fugaz sensación de horror omnipresente.

Los días verdes”. Temáticamente, este es el relato más audaz y al mismo tiempo el único que se aleja de las propuestas de Güich en cuanto a trastocar los elementos de la realidad temporal o espacial, porque en este caso la “subversión” se refiere a una suerte de crecimiento canceroso del reino vegetal (hay una higuera y una parra a las que poco les falta para volverse plantas carnívoras) a punto tal que se convierte en una amenaza real para la existencia de sus personajes. Es interesante destacar el hecho de que lo absurdo de la situación resulta equilibrada por el tratamiento espontáneo y natural con que Güich nos presenta a sus personajes, de lo más comunes y corrientes, y que además no tratan de emprender ninguna defensa, digamos que heroica, pues más bien parecen resignados a su destino.

 “Zelote” En este relato la situación es la siguiente: el protagonista, Julián Ramírez, un joven (aparentemente peruano) con un alto coeficiente intelectual emigra al primer mundo e ingresa a trabajar a una enigmática empresa que Güich nos presenta únicamente como “M”. Pues bien, allí, este Julián Ramírez se dedica a crear juegos electrónicos de consola, y obtiene un notable éxito comercial con uno denominado, precisamente, “Zelote”, el cual está inspirado en la vida de Jesucristo. Hasta aquí todo es perfectamente normal, pero el “quiebre” o el salto hacia lo desconocido que propone Güich es que el personaje termina convirtiéndose en un integrante del propio juego o (retrocediendo dos mil años) en integrante de los discípulos de Jesucristo, si es que no en el mismo Cordero del Señor, obviamente destinado a la cruz. Es interesante anotar que en “Zelote”, el autor presenta dos rupturas de la realidad: una es que el inventor del juego termina devorado y absorbido por su propia criatura, y el segundo quiebre se refiere a una tentación que para él parece irresistible: atravesar las barreras del tiempo.

En busca de Serling” Este es uno de los relatos más representativos de El mascarón de proa: acá se repite el escamoteo del espacio físico, describiendo la angustiosa búsqueda de un misterioso y hasta mítico pueblo llamado Cayuga (al que nunca se puede llegar, un poco como se esboza en “La bailarina de La Perla”), y la reiteración obsesiva de un pueblo fantasmagórico, Siracusa, aparte de que desde el inicio el protagonista sufre una caída y un golpe en el cerebro que le produce total amnesia sobre su pasado, para incrementar este juego en el que se entremezcla lo real con lo onírico, la propia compañera del pro¬tagonista, Ligia, es alternativamente esposa, enfermera e icono publicitario de vallas de carretera. En cuanto a Serling, al final, cuando el protagonista se halla a punto de encontrar a este inaprendible Serling, pareciera que el personaje descubre que él no era su “sí mismo”, sino que era un personaje concebido por el moribundo Serling, y en el imprevisible final personaje y Serling se confunden, se entreveran, para encontrar juntos el destino de la muerte en “un punto del espacio donde se intersectan varias ciudades llamadas Siracusa”, y pareciera que todo lo narrado no fue otra cosa que un proyecto de guión fílmico que Serling nunca pudo producir.

El veterano” En el último relato, José Güich Rodríguez se anima a dar un doble salto mortal (en realidad un doble salto temporal), porque el meollo del asunto, llevar a cabo un simple reportaje a un veterano de la Guerra del Pacífico que tiene lugar en Lima, y en el año concreto de 1930, le permite a Güich reiterarse en una de sus predilecciones como narrador: quebrar el concepto de tiempo que fluye… sin retrocesos o sin saltos hacia el futuro. Por medio del diario personal que escribe en Arica y en junio de 1880 un subteniente peruano de apellido Rodríguez, remite al lector a un juego de fechas desconcertante (ya cada vez menos desconcertante, pues si el lector ha leído los ocho relatos en el orden organizado por el autor, ya debe estar preparado para esta violación de las reglas que rigen la normalidad del tiempo convencional). Y así tenemos los tres tiempos que se alternan en “El veterano”: 1880, uno de los años de la guerra de Chile contra Bolivia y Perú, y año, además, en que se fecha el diario de campaña que escribe el mismo coronel Rodríguez, aunque quien lo escribe no es el coronel sino el subteniente Rodríguez (después de la guerra obtendría el grado de coronel). El año del “presente”, 1930, o sea el año en que el periodista Pablo Teruel entrevista al veterano y muy anciano coronel ya en retiro. El tercer tiempo de este relato, increíble y notablemente remite al lector a 1945, y al ilustre Jorge Basadre, el autor de un inexistente texto llamado Los días secretos de Arica (que se conozca, el historiador tacneño nunca publicó una obra con este título). Además, la trama no puede ser más audaz: en 1880 las autoridades militares peruanas ordenan desaparecer el libro de Basadre, cuando según las reglas de la temporalidad normal dicho libro no solo no había sido escrito, sino que además era o es imposible que hubiera sido escrito porque, recordemos, nuestro gran historiador nació en Tacna en 1903. En el último párrafo Güich propone que “la Batalla de Arica se había efectuado, se efectuaba y se efectuaría eternamente”, enunciado que permite varias lecturas: desde una teorización de su propuesta narrativa, una afirmación de corte filosófico, hasta una advertencia acerca de que la Guerra del Pacífico es una herida que aún no ha cerrado en el alma de los peruanos y en el equilibrio geopolítico con nuestro vecino del sur.

Enrique Congrains Martin

(Publicada originalmente en la revista "Lienzo", edición número 29, año 2008)

martes, 13 de agosto de 2013

La ciencia ficción peruana se mueve



La ciencia ficción se mueve, mucho más que en otros años, en el Perú. No al nivel del reciente festival Celsius  232 de España, obviamente, pero si lo suficiente como para dejar atrás la noción de que lo fantástico es un género marginal en nuestras letras. Sin ir muy lejos, durante la reciente (y cuestionada) 18 Feria Internacional del Libro de Lima, tuve ocasión de presentar dos libros, Alex Gubbins y el planeta olvidado de L.T. Moy (Ediciones Altazor) y El fantástico viaje de Helen Haiff de Beatriz Ontaneda (Editorial Casatomada). Lamentablemente, por razones de horario no pude asistir a la presentación de la excelente Eternidad al atardecer de Jorge Mendoza Aramburú, de la editorial El Laberinto, que también se presentó en la Feria.



A ello deben añadirse otras publicaciones del género, algunas esperadas, otras sorpresivas. Para el primer caso, tenemos el volumen ¡Bienvenido Armagedón!, publicado por Ediciones Altazor, en el cual doce autores nos ofrecen sus visiones (a veces, muy personales) del fin del mundo. La misma editorial publicó también la antología de microrrelatos (otro género que está cobrando fuerza en nuestro medio) 201, basada en las extrañas circunstancias bajo las cuales nuestro amigo David Roas siempre se aloja en la habitación 201 del hotel donde recala. Como si esto no bastara, Ediciones Altazor también publicó una nueva hornada de los fantásticos (fabulosos, diría yo) cuentos de José Guich Rodríguez bajo el título de  Control terrestre, cuya maestría en el manejo de lo fantástico es ya conocida. Mención aparte merece su novela El misterio del barrio chino, publicada por SM Editores. Y siguiendo con Altazor, este sello también publicó Cazador de momentos, de Juan José Cavero, “una novela distópica inscrita en el ciberpunk”, nos advierte el crítico Elton Honores.

El momento tenía que llegar. 

Daniel Salvo

jueves, 30 de junio de 2011

Conferencia: La narrativa fantástica en la actualidad (José Güich Rodríguez)


LA NARRATIVA FANTÁSTICA PERUANA EN LA ACTUALIDAD



(Conferencia dictada por el escritor José Güich Rodríguez en la Feria del Libro Zona Huancayo - FELIZH- 22 de Junio al 3 de Julio de 2011)



Buenas tardes.

Quiero agradecer a los organizadores de la Feria del Libro Zona Huancayo la oportunidad de estar con ustedes hoy. Es doblemente satisfactorio, pues este espacio se ha convertido en uno de los más importantes escenarios para la promoción del libro y de la lectura en el Perú, rompiendo por fin el monopolio que la capital ha ejercido también en esta materia por años. Ese es el lado grato de la descentralización: abrir ejes de desarrollo cultural donde los escritores podamos encontrarnos con el público y generar un intercambio siempre fructífero.

El tema de mi charla es la narrativa fantástica en la actualidad. El territorio aún está cubierto por capas que impiden un conocimiento pleno de lo que está aconteciendo en varias ciudades en torno de tal praxis. Sin embargo, se aguardan muchos trabajos de exploración durante los próximos años que, unidos a los esfuerzos de críticos como Elton Honores y Daniel Salvo, amplíen la comprensión del fenómeno.

Mi hipótesis inicial es concreta: desde inicios de la década de 1980, la literatura peruana comenzó a experimentar un giro inusitado. Por décadas, lo fantástico había ocupado un puesto secundario y marginal frente a la hegemonía del realismo. Si bien había contado con los aportes valiosos de escritores como Loayza, Adolph, Durand o Belevan (antes, Clemente Palma Valdelomar o Vallejo), lo fantástico no había alcanzado el reconocimiento mediático ni la atención sostenida de la crítica especializada.

Acorde con los cambios de paradigma en el orden político, como el retorno del país a la democracia y, más tarde, en el plano global, la reunificación de Alemania y la desaparición de la Unión Soviética, autores nacidos durante la década de 1960 apostaron por poéticas que superaran los parámetros. Sin embargo, los ochenta, asimismo, sirven de marco a la terrible violencia desatada por Sendero Luminoso contra el Estado peruano.

También es la época de la hiperinflación producto de la inoperancia y corrupción del primer gobierno de García. ¿Por qué, entonces, si los autores más jóvenes debían haber tomado partido por el realismo más visceral para dar cuenta de esos años infernales, optaban por reclamar como suyas las escrituras de clásicos como Borges, Cortázar o Monterroso?

Y esto no implica que los narradores renunciaran a recrear con fidelidad el mundo de pesadilla en el que se había transformado nuestra sociedad. Muchos recorrían esos territorios, afines a íconos como Vargas Llosa, Miguel Gutiérrez, Oswaldo Reynoso o Bryce Echenique, pero eso no era impedimento para plantear, de manera alterna, escrituras más próximas a la irrealidad en diversos grados. En mi opinión, los cambios de rumbo están muy relacionados con la crisis del realismo como uso artístico excluyente. El país ya es otro, y la escritura debe ampliar su registro para dar cuenta de que esas mutaciones también pueden transferirse a ficciones des-realizadoras.

Quizá había una intuición de que las estéticas del siglo XIX que maduraron durante el s. XX ya no bastaban para testimoniar la demencia colectiva que el cataclismo de la guerra interna engendraba. ¿No escribió Kafka sus historias entre las cenizas dejadas por la Gran Guerra de 1914? El gran narrador checo vio a su generación desaparecer en el marasmo del conflicto. Salvando diferencias, considero que lo fantástico emerge en los períodos de crisis e incertidumbre. En ellas es que la semilla germina con creces. Pero, sintomáticamente, en nuestros, lares escasos autores se arriesgaban a cultivar lo fantástico de modo exclusivo como parte de un proyecto asumido sin temor a los riesgos.

Dos escritores nacidos en 1960 deben considerarse puntales de esta dinámica: Carlos Herrera y Mario Bellatin, cuyos primeros libros Morgana y Mujeres de sal aparecen en 1988 y 1986, respectivamente. El caso de Bellatin es particular, pues se formó en el Perú, aunque nació en Ciudad de México. Más tarde, reivindicaría ese hecho, instalándose en la populosa capital azteca. En ambos autores subiste una voluntad de romper con lo convencional y previsible, distanciándose de las representaciones usuales a las que nos tenía acostumbrados el sistema literario.

En la década siguiente, la de 1990, los proyectos de estos dos escritores se consolidan, deviniendo referencias importante de nuestras letras. Puede decirse que las condiciones imperantes son las mismas durante los dos primeros años, hasta que en setiembre de 1992, se produce la captura del líder subversivo Abimael Guzmán. El gobierno de Fujimori, amparado en esta coyuntura (había cerrado el Congreso en abril del mismo año) se transforma en una dictadura civil que supuso un alto costo para la institucionalidad.

Cuando parecía que el realismo más descarnado relegaría a la narrativa fantástica al desván, nombres como los de Enrique Prochazka (1960) y Gonzalo Portals (1961) anuncian que no todo está perdido. Publican libros (Un único desierto y El designio de la luz) que son muy bien recibidos por la crítica especializada en 1997 y 1999, respectivamente. Ambos cultivan una escritura orientada a lo insólito, lo extraño, la fantasía clásica y especulativa, así como el horror refinado.

Hacia fines de los noventa y comienzos de la década del 2000, que señala la caída del fujimorato, una nueva hornada de narradores orientados a la fantasía comienza a emerger. Son, evidentemente, tributarios de los ya mencionados, por lo menos en la actitud. Y más de uno se reconoce en los esfuerzos de ilustres figuras, como José B. Adolph, (1933-2008), o Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), quien cultivó con brillantez (aunque no con constancia), una veta fantástica. Ambos, pese a los contrastes de estilo y visión, son narradores afiliados a las corrientes clásicas del siglo XX.

Adolph, redescubierto por los más jóvenes, encarna también un espíritu heterodoxo. Es una influencia clave tanto para los escritores que se deciden por un camino más próximo a los tratamientos canónicos del género, como para aquellos que apuntan hacia la ciencia ficción, que por ahora prefiero considerar un capítulo de la literatura fantástica, aunque sé que no todos están de acuerdo con esta observación. Claro que hay puntos intermedios que se ubican entre los dos flancos o no se inscriben a uno de estos en particular.

La década pasada ve surgir, poco a poco, a autores que han sabido evadir con astucia las trabas impuestas por el circuito editorial, renuente a lanzar productos que los gerentes de marketing no consideran por lo general rentables. A través de publicaciones electrónicas de diversa índole, como revistas, páginas web o blogs, muchos dan a conocer sin ataduras sus trabajos. Y esta es otra de las circunstancias que ha permitido mejorar el posicionamiento de esta narrativa: el universo virtual. Gracias a estos nuevos medios, lo fantástico excedió las fronteras previsibles. Dejó de ser una práctica marginal para desplazarse hacia el centro de las miradas.

En paralelo, se publicaron importantes antologías, como La estirpe del ensueño, del también mencionado Gonzalo Portals y Diecisiete fantásticos cuentos peruanos, de Gabriel Rimachi y Carlos Sotomayor. En formato físico, testimoniaban que lo fantástico siempre flotó, como un fantasma, entre nosotros. Si se estableció como una tradición, es un tema que aún inspirará abordajes críticos diversos.

Lo cierto es que estas publicaciones supieron equilibrar los aportes de los mayores con las propuestas de los noveles, quienes manifiestan pocos tapujos si se trata de incorporar referentes que no proceden en exclusiva de la literatura, sino de otros formatos, como el cine, la televisión, los cómics y cuanto sea posible procesar. Y es probable que esa circunstancia, la de haberse alimentado no solo de textos literarios, sino de cultura pop en varias de sus facetas, constituya una marca en el caso de quienes publican desde el año 2000. Ellos comparten dominios con figuras consagradas que, en mayor o menor medida, han cultivado la fantasía a lo largo de sus carreras. Por ejemplo, Carlos Calderón Fajardo o Fernando Iwasaki.

Las tendencias son heterogéneas y por lo tanto, una lista de ellas podría estar sujeta a la discusión, lo mismo que sus representantes más destacados. Correré el riesgo. Ningún término es absoluto; todos son provisionales:

I. Intelectualismo y especulación (micro-relato y relato breve):

-José DonayreHoefken y Ricardo Sumalavia.

II. Ciencia ficción.

-Daniel Salvo, Pablo Nicoli y Carlos Saldívar.

III. Ficción fantástica poética y/o experimental:

-Carlos Yushimito y Johan Page

IV. Historias de fantasmas:

-Carlos Freyre

V. Fantasía histórica

-Sandro Bossio

VI. Fantasía paródica

-Gonzalo Málaga

VII. Fantasía de impronta policial y/o enigma

-Alexis Iparraguirre

Mi nómina es solo una tentativa y no pretende agotar el ejercicio de comprender a cabalidad hacia dónde se dirige la literatura fantástica en el Perú. Mucho menos, rescribir a los grandes teóricos del género.

He propuesto unos cuantos nombres que, considero, pueden satisfacer ciertas condiciones. Celebro que por lo menos tres de estos escritores (Salvo, Bossio y Málaga) no sean limeños. Lo que cada tendencia signifique será materia de futuras reelaboraciones del modelo. También es posible que esta taxonomía sea refutada por otras. He dejado a un lado orientaciones que aún no se asientan, puesto que la mayoría de sus cultores o son muy jóvenes o han asumido el ejercicio de la literatura como una actividad que, para ellos, no parece ser absorbente o seria (o es más una cuestión de frivolidad). En muchos casos, y en declaraciones difundidas por los foros, difunden el concepto erróneo de que para escribir no se necesita rigor técnico y conocimientos: solo bastarían las buenas ideas.

Por eso las estanterías están repletas de libros mal escritos en los cuales esas grandiosas ideas se pierden. No se trata de ser purista o anticuado: se trata de manejar el idioma del modo más competente posible y, sobre todo honesto. Me preocupa que algunos de los novísimos miren con desdén la escritura decorosa y ejemplar, como si eso fuera aceptar las imposiciones o el verticalismo de un sistema cultural hegemónico. Nada de eso.

No bastan el entusiasmo y la creatividad: podrán escribir sobre lo que sea, pero con un conocimiento del oficio y referentes culturales (no librescos, por favor). La consistencia de la mayoría de obras donde campean los héroes mesiánicos, los portales inter-dimensionales y las espadas carecen de riqueza artística, porque a varios de esos bisoños escritores se les ha ocurrido que tampoco se requiere un bagaje literario para perpetrar narraciones solventes.

Lo único que se obtendrá de esa actitud será una montaña de libros descartables que, lamentablemente, le hacen mucho daño a la literatura, porque deforman el verdadero sentido de lo que implica, para alguien con vocación, entrega y talento, esta actividad maravillosa y terrible que es la creación literaria.

Sobre los caminos que la narrativa fantástica recorrerá los próximos años, solo cabe presumir que los buenos libros siempre prevalecerán sobre la necedad. Asumo que las tendencias continuarán diversificándose y ofrecerán proyectos cada vez menos localizados en un contexto reconocible y más orientado a la indefinición o la ambivalencia. Habrá una vocación global y un interés cada vez más creciente por la hibridez. De ese modo, la línea que va desde el Modernismo hasta nuestra época probará que siempre fuimos un país donde la realidad y la ficción son dos planos muy distintos de separar.

Muchas gracias.

José Güich Rodríguez

Huancayo, 25 de junio de 2011





sábado, 25 de junio de 2011

Más allá del infinito (José Güich Rodríguez)












* El presente texto es el prólogo del escritor y crítico literario José Güich Rodríguez al libro de cuentos Historias de ciencia ficción (Edición de autor, 2008) de Carlos Enrique Saldivar.



Hace unos años habría sido exótico referirnos con fuerte convicción a la existencia de una ciencia ficción genuinamente peruana. El establishment literario, a través de sus medios oficiales de prensa y propaganda, siempre mantuvo esta corriente al margen de las discusiones. Si esos escritores existían, pues debían estar constreñidos a espacios marginales. Muy a pesar de estos agoreros, la masificación de la web y su parafernalia hicieron factible que quienes se movían en las periferias dieran a conocer espacios de intensa actividad.
Las huellas aisladas de pioneros como Clemente Palma, a comienzos del siglo XX, y de José Adolph, a mediados del mismo periodo, han sido seguidas por invisibles quintacolumnistas, bastante eruditos y cuestionadores. Por otro lado, han asimilado con criterio el legado de Asimov, Serling, Bradbury, Clarke, Matheson, Leiber, Dick, Hoyle y una larga lista de nombres ilustres. Solo faltaba el auto-reconocimiento por parte de los propios autores respecto de su producción; en otras palabras, superar los complejos de inferioridad o bien, el síndrome de la secta ocultista que a veces aísla a los escritores.
La salida a luz de Carlos Saldívar es una buena muestra de que los universos ocultos de la ciencia ficción nacional manifiestan síntomas de un cambio. Los escritores de CF están emergiendo de las catacumbas y hacen sentir su voz, con el objetivo de encontrar una ubicación dentro del circuito. No será tarea fácil, por cierto, pues seguramente encontrarán fuertes resistencias de parte de presuntuosos académicos, o supuestos líderes de opinión como Mario Vargas Llosa, quien es capaz de hilvanar declaraciones tan brillantes como deleznables (entre las últimas, aquellas que denotan su desprecio por el género). Olvida el gran novelista que no solo el realismo flaubertiano es el medio para construir mundos ficticios pero verosímiles. Desde Verne hasta Rod Serling (un autor poco a poco reconocido como hito), la CF ha permitido diseñar no solo estos ámbitos apasionantes, sino que ha logrado expresar una visión sobre la humanidad y sus contradicciones, difundiendo un pensamiento poético y crítico de gran envergadura.
Saldívar rinde tributo a los grandes pioneros y referencias: eso es inevitable en cualquier obra de estreno. Sin embargo, impone un sello personal a no pocas de sus ficciones. Su perspectiva está teñida por cierto fatalismo y desesperanza sobre el destino de la especie humana. No obstante, también procura que el tono profético se mantenga en una línea ecuánime, sin derivar hacia moralejas catastrofistas o lecciones de ética. Es el hombre el gran responsable de su destino, y todas sus decisiones actuales repercutirán inevitablemente en el futuro.
En uno de sus textos para la activa y emblemática revista Velero 25, Daniel Salvo (otro de los destacados cultores de esta heroica narrativa) formulaba importantes preguntas acerca del perfil del creador peruano en estos caminos de la imaginación. La respuesta es harto complicada: cualquier problemática social o cultural es factible de ser traducida a tales parámetros y códigos. No es obligación que el género asuma cruzadas o reivindicaciones, pero es evidente que sus temáticas serán influidas por los factores externos. Esto significa que la CF elaborada en estas comarcas tercermundistas y globalizadas se encarrilará, en algún momento, por una vía particular. Aun así, los autores reelaborarán esas exigencias contextuales de acuerdo con sus experiencias, formación e intereses.
Saldívar, como Salvo, Stagnaro y otros, son la punta del iceberg. Sin pecar de optimistas, es el mejor momento para “competir” en igualdad de condiciones con las otras opciones que medran hoy en el “mercado”. De ellos dependerá la consolidación de nuevos horizontes para la narrativa peruana del siglo XXI y más allá.

—José Güich Rodríguez

martes, 24 de mayo de 2011

El misterio de la loma amarilla (José Güich Rodríguez)


El asombroso misterio de José Güich Rodríguez



Güich Rodríguez, José. El misterio de la loma amarilla. Lima: Ediciones SM, 2009. 157 pp.

José Güich Rodríguez es un notable escritor peruano que ha incidido con muy buenos resultados en la fantasía y en la ciencia ficción. Ha publicado ya tres libros de relatos: Año sabático (2000), El mascarón de proa (2006) y Los espectros nacionales (2009), los dos últimos son espectaculares y demuestran a un escritor maduro, dueño de un lenguaje impecable y de una serie de recursos estilísticos y argumentales que no tienen parangón con otro autor de su generación.

Este narrador ha sido un gran referente para mi primer libro de cuentos: Historias de ciencia ficción, que amablemente prologó. Aunque hace por lo menos un año no leía un libro de temática juvenil, puedo decir que El misterio de la loma amarilla influirá en los futuros trabajos literarios que me proponga, incluyendo mi próximo libro de cuentos que está próximo a salir. Es normal que los lectores constantes reneguemos de títulos juveniles al llegar a cierta edad, pero sí la calidad es grande, entonces el libro es bienvenido siempre, así tenemos varias novelas de Robert A. Heinlein, Isaac Asimov, C. S. Lewis y tantos otros que han escrito buenas historias dirigidas a un público adolescente.

En esta novela, José Güich retoma a uno de sus personajes más queridos: Pablo Teruel, quien ya ha aparecido en algunos cuentos del autor (El veterano, El otro monitor), investigando casos insólitos, es como “El santo” peruano (si recuerdan las emocionantes novelas de Leslie Charteris), cuya misión será develar un gran misterio que aqueja a una zona costera.

La novela está estructurada en dos tiempos: 1968, donde Pablo Teruel rememora los extraordinarios sucesos acaecidos en la loma amarilla que, por cierto, resulta ser su primer caso. Esto nos lleva a 1921, al distrito de Surco, que aún no era una zona urbana. Se puede observar en el texto el crecimiento del personaje, quien deja de ser un simple aficionado para convertirse en una suerte de héroe, que se sumerge en los recovecos de un misterio insondable, el cual, a pesar de los años transcurridos, no ha podido olvidar.

Cabe mencionar las referencias pop, de las cuales hace uso el autor para que el relato resulte más verosímil (notemos la mención a la serie Dimensión Desconocida de los años sesenta, presentada por el mítico Rod Serling, una de las grandes influencias sobre José Güich). El autor nos envuelve en una especie de narrativa conjetural, donde nada es lo que parece. De hecho el final es una total sorpresa digna de los maestros del género.

Es apreciable el magnífico uso del lenguaje, el cual atrapa de inmediato al lector y lo conduce a acabar la lectura de un tirón. También es digno de mención el adecuado manejo del suspenso, nótese que se trata de una novela juvenil y mantiene muchas de las constantes de este tipo de ficción. Así tenemos varios elementos como el héroe, la chica guapa de la que el héroe se enamora, el ayudante de este héroe y el villano, aunque como dije, esta novela va mucho más allá de lo que se aprecia a simple vista y esto la hace deleitable. Además se percibe cierto contenido ecológico, el cual se integra a la gran sorpresa final del libro. En suma, un texto recomendable, que hará las delicias de los adictos al género fantástico y la ciencia ficción. Aunque no muy denso, resulta bastante entretenido y contiene un gran valor literario pues representa a la novela fantástica peruana tal como es, o tal como debe ser.

—Carlos Enrique Saldivar

Publicado originalmente en la revista Velero 25:

http://www.velero25.net/2010/04abr10/abr10pg15.htm

Correspondiente a abril de 2010

domingo, 1 de agosto de 2010

Artículo: Nostalgia del futuro (José Güich Rodríguez)









NOSTALGIA DEL FUTURO










Los discursos oficiales sobre la literatura experimentan modificaciones continuas, a pesar de las resistencias de algunos de sus pontífices o dictadores de opinión. Muchos géneros -considerados “menores” hasta hace poco tiempo- anuncian una movilidad alentadora. En gran medida, es la explosión de nuevos soportes comunicativos quien ha alimentado semejantes reubicaciones o cambios de paradigma. La difusión intensa de autores y obras por los territorios de internet abre nuevas compuertas.


La ciencia ficción es sin duda una de aquellas prácticas artísticas a la que ya no se le puede relegar al desván o a las periferias. Hace unos años, el mismo Mario Vargas Llosa tuvo el poco delicado gesto de menospreciarla, ante la indignación de cultores serios e informados. La desafortunada frase solo es una prueba de la vitalidad de esta parcela.


El reconocimiento de la CF ha excedido los alcances de la mera industria del espectáculo y de la cultura de masas. Siempre de manera diferida, el mundo académico ha hecho eco de esta situación, pues son cada vez más frecuentes estudios y ensayos, cuando no tesis, sobre tan particular praxis narrativa. Sus fundadores (Verne y H.G. Wells), durante la segunda mitad del siglo XIX, avizoraron con creces las potencialidades de la ciencia como materia inspiradora de la creación.

En Hispanoamérica, narradores como el peruano Clemente Palma y el argentino Leopoldo Lugones se convirtieron en los detonadores del movimiento. Hacia mediados del siglo pasado, y en nuestros propios lares, José B. Adolph (1933-2008) expandió las fronteras establecidas por Palma y se convirtió en un clásico moderno de la CF en castellano. La Casa de la Literatura ha reconocido con justicia este legado, al consignar a Adolph como a uno de los autores más relevantes de nuestra cultura.


A lo largo del siglo XX, el legado de los patriarcas fundacionales sirvió de inspiración a nuevas generaciones de narradores, especialmente en los Estados Unidos de América. Nacieron así publicaciones hoy míticas, como “Amazing Stories”, en las cuales dieron conocer sus primeros trabajos figuras de la talla de Isaac Asimov (1920-1992). De origen bielorruso, sus cuentos y novelas señalaron el nacimiento de la ciencia ficción moderna y la ampliación de horizontes quizá apenas soñados por sus predecesores decimonónicos. Su formación como bioquímico permitió que esas narraciones contaran con una base sumamente rigurosa, a las que incorporaría su versación humanista sobre diversos problemas, en especial, el destino del homo sapiens. Hubo en realidad pocos temas que le resultaran ajenos a este creador, quien se resistió a estudiar medicina porque no resistía ver sangre o era incapaz de diseccionar animales, a decir de sus principales biógrafos. La mayoría de sus inquietudes espirituales se trasvasó a los cientos de historias que escribió en un lapso de medio siglo. Más de 500 libros, que abordan asuntos de una variedad asombrosa, son el testimonio de su vocación renacentista, que une el hombre de ciencia al de letras, recuperando así una herencia fracturada por los riesgos de la especialización.


Rastrear un relato insignia es tarea harto difícil, aun para sus más trajinados divulgadores. Muchos cumplirían con los requisitos: ahí campean pequeñas obras maestras como “Amanecer” (considerado por muchos el mejor cuento de CF jamás escrito), “El niño feo” o “El hombre bicentenario”. Sin embargo, hay un texto que en particular sintetiza todas las obsesiones de Asimov, y también destaca entre lo más destacado de su producción: “La última pregunta”. Ambicioso hasta la médula, el cuento tiene como eje la gigantesca computadora conocida como “Multivac”, cuya aparición fue recurrente a lo largo de toda la carrera del escritor. Dos científicos medio ebrios le formulan una interrogante de intrincada solución. Estos supervisores están preocupados por la “entropía” que, en términos profanos, significa la energía que el universo gasta y resulta irrecuperable. Al interrogar a Multivac sobre la factibilidad de revertir el proceso de extinción de una estrella como el Sol, solo obtienen una respuesta indeterminada: no se cuenta con datos suficientes.


La pregunta es lanzada en 2061 por los dos sujetos en una circunstancia bastante particular: la computadora ha permitido un logro tecnológico de primera magnitud, pues a partir de esos días la humanidad -que ya viaja por el espacio, rumbo a la colonización de otros planetas-, podrá extraer el combustible para las naves directamente del astro, con el increíble ahorro que eso conlleva. Y aunque hazaña es mayúscula, un halo de incertidumbre se anuncia: ni siquiera la energía de las estrellas es inagotable.

La estructura dialógica del relato -“socrático” en el sentido de velada pedagogía-, nunca fue extraño al estilo de Asimov, y es manifiesta en infinidad de cuentos. No obstante, en “La última pregunta”, sobreviene un giro inusitado: la pregunta casi trivial efectuada por dos científicos con varios tragos encima (su responsabilidades se limitan a velar por la operatividad y bienestar de Multivac, pues ella es autosuficiente) se prolongará hasta el porvenir. Varios siglos después, una familia humana que se traslada a una lejana colonia, volverá a enfrentarse a la misma cuestión. Existe un límite en la capacidad del cosmos para producir energía. Las estrellas se extinguirán, y darán origen a otras; aun así, ese proceso de transformación no es infinito. Por eso sobreviene el temor de las dos pequeñas hijas de la pareja: algún día, en el lejano futuro, las estrellas habrán desaparecido para siempre. Microvac, computadora de la nave (lejana descendiente de la tecnología del siglo XXI), tampoco será capaz de responder a la inquietud de los Jerrod, que son parte de una avanzada de hombres y mujeres ansiosos por una oportunidad entre las estrellas.

Así, se van sucediendo diversas etapas en la evolución de nuestra especie. Luego de los Jerrod, miles de años adelante, la cuestión será planteada por otros personajes, esta vez dos funcionarios del Consejo Galáctico, preocupados por redactar un informe a sus superiores. El cambio en los patronímicos es revelador: ya no se utilizan nombres o apellidos tal como los concebimos hoy: apenas siglas o codificaciones como “VJ-23X”. Si bien han alcanzado la inmortalidad biológica (ambos superan los doscientos años), están contrariados por el tema del espacio disponible para ser ocupado por los humanos, que han llegado a distancias enormes en sus exploraciones. Se enfrentan a una especie de paradoja: son inmortales en un universo destinado a su desaparición inexorable. Para ese entonces, la progenie de Multivac se ha convertido en Galáctica AC, una suerte de Gran Central a la que todos se conectan por el “hiperespacio”. Una vez más, no existe respuesta en torno de si la entropía es reversible.


El fascinante uso de la elipsis nos remonta a un estadio que escapa a todo lo imaginable. En las postrimerías de la narración, se sugiere que la humanidad se ha desperdigado por el universo, hasta perder el contacto con sus raíces. Entidades ubicadas a millones de años de luz de distancia son capaces de interactuar mentalmente. En ese momento, los cuerpos físicos ya no son necesarios para el desplazamiento: las mentes son las naves espaciales. Todos están entrelazados con la Universal AC, un ordenador cuya naturaleza de algún modo tampoco es material (otro avatar de Multivac). Mediante la información que este inmenso banco de datos transmite, los entes intentan localizar tanto la galaxia como el planeta originales del hombre. Descubren que hace eones la estrella madre se extinguió, hecho que desata una sensación de pesadumbre a propósito del fin, por más esfuerzos que se hagan para evitarlo. Ni siquiera la prodigiosa capacidad de manipular los elementos para fabricar nuevos soles alterará lo que de todos modos habrá de ocurrir.


En la siguiente y postrera fase, las conciencias individuales se han fusionado. Los cuerpos son cuidados por autómatas. Solo existe el Hombre, como genérico, luego de miles de millones de años de continuidad evolutiva. Cósmica AC se encarga de velar por la dosificación de la energía que aún queda. La computadora se ubica ahora el hiperespacio, en un nuevo estado. El Hombre tiene la visión de galaxias cada vez más oscuras. Es ahí donde emerge de nuevo la pregunta que fuera formulada alguna vez a los antepasados de Cósmica C. Se trata un momento inolvidable: la avanzadísima máquina, vedada para nuestros alcances, se lo hace saber a quien lo interroga, mente pura formada por trillones de seres diseminados por los confines del espacio. Y cuando la última mente se extinga, y las estrellas se apaguen una tras otra, Cósmica AC seguirá buscando una respuesta al acertijo. No habrá quien le responda, al final de los tiempos.


Esta concepción sobre lo que sobrevendrá para nosotros, producto de una sólida formación en diversas áreas del conocimiento, no deja de establecer nexos con otros representantes mayores del género, como el inglés Arthur C. Clarke. En ambos autores, es fundamental y nítida la proyección especulativa y filosófica asentada sobre un alto margen de probabilidades. Por otro lado, la introducción de elementos cosmogónicos que no pertenecen a grupo o cultura en particular, sino que implican una suerte de síntesis de las creencias religiosas, también constituyen un punto de encuentro. En el caso de Asimov, deviene más intrincado, puesto que en diversas entrevistas declaró no profesar convicciones de tal naturaleza.


La conclusión de “La última pregunta” deslumbra por sus mecanismos intelectivos. Cósmica AC se ha quedado sola. Ya no hay estrellas, principal fuente energética de todo lo que nuestro entendimiento considera la realidad física. El espacio y el tiempo también han dejado de “ser”. Tres trillones de años en el pasado, unos supervisores de Multivac, en la Tierra, enunciaron por primera vez la pregunta en torno de la entropía. En un período límbico donde el tiempo ya no existe, Cósmica AC encuentra la solución al enigma: ya sabe cómo revertir la situación. Solo resta una demostración, que es el magistral cierre: frente a la inexistencia del universo, extinto ya, la máquina solo formula una frase: “!Hágase la luz!”. La última frase del cuento desarticula las expectativas: “Y la luz se hizo”.


Con ese remate magistral, Asimov le brinda a la CF una carta de ciudadanía, un visado para la eternidad. El género, cuyo tortuoso ascenso tomó décadas, empezará a ser visto con otros ojos. La teoría de un universo cíclico, en el que todo está destinado a “ser” y “no ser”, se hermana con las conjeturas teológicas que han sido la base de todas las civilizaciones. Para las antiguas creencias místicas, el universo es el pensamiento de Dios. En el memorable relato, son los post-humanos, al fusionarse en un dominio metafísico con la computadora, los que han creado a la divinidad, y es ella quien los crea a ellos, en un interminable juego en el cual la materia, el espacio y el tiempo se interpolan una y otra vez como parte de una cadena de nacimientos y extinciones.


El legado de Asimov es gigantesco e imperecedero. Quizá la CF, como suele decirse, sea cada día más ciencia y menos ficción. No son pocos los avances tecnológicos que el autor de Yo, Robot y Fundación anticipó. Algún día, de cumplirse los sueños de este visionario, su estatua presidirá ceremonias en las más lejanas colonias que la humanidad edificará en los confines de la galaxia. Será lo más justo, puesto que aquel hombre del pasado habrá inventado a esos pioneros.

jueves, 1 de abril de 2010

El misterio de la Loma Amarilla (José Güich Rodríguez)







La maestría para lo fantástico demostrada por José Güich Rodríguez en sus libros de relatos Año sabático (2000), El mascarón de proa (2006) y Los espectros nacionales (2009), asume ahora la forma de la novela, que además juega con la intriga desde el mismo título: El misterio de la Loma Amarilla.

La novela juega con más de un elemento que tienden a convertirla en entrañable para lector. De un lado, Güich retoma a uno de sus personajes emblemáticos, el periodista Pablo Teruel, de quien al fin comenzamos a conocer algo de su envidiable etapa juvenil; y de otro, la inclusión de episodios y personajes de la vida política y cultural peruana de los años veinte del siglo pasado, en una Lima aún señorial y diminuta que empezaba a agitarse debido a los cambios sociales.


El argumento es el siguiente: en una hacienda situada en el actual distrito de Surco, al sur de Lima, se suscitan misteriosos eventos: ruidos subterráneos, luces y extraños olores son percibidos alrededor de la Loma Amarilla, una elevación de terreno que además cuenta con su propia leyenda, puesto que en ahí tuvo lugar una batalla entre fuerzas peruanas y chilenas. Alarmado ante estos sucesos, el propietario de la hacienda, que además es un político influyente, solicita la ayuda de Teruel, entonces estudiante de Derecho, pero ya con cierta fama debido a sus dotes detectivescas, que intenta -inútilmente- ejercer con discreción. Una vez instalado en la hacienda, Teruel inicia sus pesquisas en una de las direcciones correctas -una intriga criminal que involucra incluso a miembros de las altas esferas del poder político y social de la época - , sin sospechar que las respuestas obtenidas respecto a lo que ocurre no sólo en la Loma Amarilla sino en el resto de la hacienda, son sólo la punta del iceberg: la Loma Amarilla oculta un misterio aún mayor, que se hace patente con el hallazgo de objetos que en un principio son considerados como vestigios arqueológicos precolombinos, pero que luego de un detenido examen, evidencian una manufactura y un propósito ajenos a todo lo conocido por el hombre. ¿Son de origen extraterrestre, restos de una civilización desaparecida o experimentos de alguna sociedad secreta demasiado avanzada para su tiempo? La sorprendente solución al enigma da pie además para posibles continuaciones. Esperemos que Güich asuma la tarea.