jueves, 22 de mayo de 2014

Espacio deshabitado (Jerry Oltion)


Cuando vi este libro en la ruma de saldos de una conocida librería limeña, y el precio ridículamente bajo al que lo ofrecían, no podía creer que fuera verdad tanta belleza. Además, la portada anunciaba que la novela había sido galardonada por no sé qué prestigioso premio… Sin pensarlo dos veces (y sin hacer la respectiva consulta en internet), lo adquirí, sumándolo a la ya extensa pila de libros que me falta leer.

De ello hace como tres años. Y al fin, le tocó el turno a Espacio deshabitado.

La premisa inicial no puede ser más estimulante: el día de la muerte del astronauta Neil Armstrong (si, el primer hombre que pisó la luna, aunque les duela reconocerlo a los conspiranoicos), y en unos Estados Unidos cuyo programa espacial ha sido desmantelado hace décadas, los asombrados ojos de los habitantes de Florida ven elevarse hacia el espacio una copia perfecta de … un cohete Saturno, idéntico al que se utilizó en la misión  Apolo XI. O de un cohete que se le parece mucho.

No se trata de una ilusión o de un caso de histeria colectiva. Las autoridades gubernamentales, quienes también han observado y registrado el fenómeno, se abocan a su investigación, tras la cual llegan a la sorprendente conclusión de que, efectivamente, un objeto surgido de la nada despega, cada cierto tiempo, del Cabo Cañaveral rumbo a la luna. Un objeto de metal y partes electrónicas, una nave. Completa, con combustible, oxígeno, computadoras… una nave que parece dispuesta a ser abordada.

Genial introducción, ¿verdad? Lamentablemente, hasta ahí llega lo genial de la historia. El resto es para el olvido, luego del colerón que experimenta el lector tras  leer semejantes sandeces.

Por que no se trata de un “fantasma semiótico”, como podrían afirmar Bruce Sterling y William Gibson. Tampoco son el producto de un accidente de la trama del espacio tiempo que permite la colisión de realidades paralelas o alternativas. Nada de esto. Los protagonistas de la historia, a los que cuesta cogerles  empatía, descubren que la nave es, nada más y nada menos que el producto del deseo y la capacidad de concentración de un número indeterminado de personas, porque… TODOS los seres humanos siempre hemos tenido el poder de hacer realidad nuestros deseos. Así de sencillo.

Una vez realizado un viaje a la luna, y una vez hallada la solución del enigma inicial, la novela rueda cuesta debajo de manera pasmosa. Los protagonistas, en principio héroes, son ahora perseguidos por el sistema por que han descubierto “el secreto” (ese de que si te concentras con tenacidad, consigues todo lo que deseas), y ello podría ser utilizado por el ejército, o podría acabar con la economía mundial, o …  por un villano salido de quien sabe dónde, que también ha descubierto el poder de crear cosas con la mente  (es que algunos tienen más habilidad que otros para hacerlo), y que amenaza con CONQUISTAR EL MUNDO.

A partir de este punto, a los personajes puede pasarles cualquier cosa, y a nadie le importa... porque el aburrimiento y desinterés que se han apoderado del autor de la novela (originalmente un cuento que, efectivamente, ganó un premio importante, y que fue convertido en novela de manera por demás infame) son lo único que se contagia al lector, que no ve otra cosa que la hora de terminar con semejante tira de disparates seudomísticos, si es que no ha optado por deshacerse del libro. De la brillante referencia inicial al programa espacial norteamericano no queda nada. Nada bueno, para colmo.


Como diría un popular actor cómico peruano: ¡no lo lean! Porque el tiempo que se va…  ya no regresa.

martes, 13 de mayo de 2014

El mascarón de proa (José Güich)




El mascarón de proa de José Güich Rodríguez es un libro compuesto por ocho relatos situados, por su extensión, en la gaveta de los cuentos extensos, rozando, quizás, y como queriendo y no queriendo, el aliento de las novelas cortas. Al darle el relato “El mascarón de proa” el título al conjunto, debemos presumir que para el autor este “mascarón” es como su carta de presentación o como la puerta que se abre para darle la bienvenida al lector. Ojo, al lector peruano, no solo porque el autor lo es, sino porque la circulación de la obra se ha restringido a nuestro país. La característica común a los ocho relatos es la propuesta del autor de sumergirnos en “rupturas de la normal normalidad”, a través de realidades paralelas a lo que se entiende por realidad primaria, creíble, repetitiva y cotidiana. Ahora bien, la principal “ruptura” que encontramos en el libro es la dimensión de lo temporal, pues esa es la danza imaginativa que aparece en cinco de los ocho relatos: “Paisaje de hombre que corre”, “La bailarina de La Perla”, “Zelote”, “En busca de Serling” y en “El veterano”. En cambio, en los otros tres cuentos no hay esa coherencia temática, pues las rupturas son de otra índole: en “El mascarón de proa” hay una propuesta animista; en “Onirolalia” el asunto concierne a lo espacial y en “Los días verdes” lo que se desquicia y subleva es el reino vegetal. No obstante estas tres temáticas independientes o ajenas al gran asunto de “las grandes combinaciones” del presente, del pasado y del futuro, el conjunto de la obra aparece como muy coherente y muy bien trabado. Más aún, sin estos tres cuentos, que rompen la continuidad del tiempo “perforado”, el conjunto hubiese sido excesivamente monotemático. También resulta difícil aventurarse a decir que hay un cuento “mejor” que los otros, pues cada uno se sostiene sobre la base de su propia trama y a su propia “ruptura”.

El mascarón de proa” No obstante que somos un país con unos tres mil kilómetros de litoral, el Perú no es una tierra de tradición marinera, a pesar de nuestra justificada predilección por los platos con “frutos” del mar. Por ello creo que antes de adentrarnos en el cuento, el propio título merece una aclaración breve pero indispensable. De los dos sustantivos, ‘proa’ es el menos desconocido, pues alude a la parte frontal de los navíos; en cambio este ‘mascarón’ ha sido poco conocido o visto por los peruanos. Para no dilatar la entrada en materia, aclaremos pues: durante varios siglos, la tradición ornamental de los barcos a vela exigía, para prestancia de los navíos, que en el extremo más saliente de su proa se colocase la talla del busto de una mujer, tal vez, y esto es un mero suponer, como prometiéndole a la tripulación que al llegar a puerto no les faltaría lo que menos existe, aunque sea como figuración, a bordo de una comunidad masculina. Y estos mascarones, siempre de madera, y siempre surgidos de las manos de artesanos talladores y culminados en un juego cromático de tonos (oscuro para la cabellera, blanco-rosado para el rostro y con libertad de colores para la vestimenta) eran, y además son, sencillamente obras de arte. Justifiquemos la aseveración por el hecho de que fue nada menos que el mismísimo Pablo Neruda quien adornó su casa en la Isla Negra con diversos mascarones de proa, porque su afición era coleccionarlos. 
Y ahora sí, sin más digresiones, vayamos al grano: “El mascarón de proa” es un cuento de amor. Y luego de conocerse y de amarse, ¿final feliz? Obviamente no, porque la literatura, y sobre todo la buena literatura, tiene la obligación de alejarse de la folletinería rosa, la cual, incluso, está plagada de obstáculos antes de culminar en el tedioso final consabido. Sí, un cuento de amor, pero dentro de los más singulares, siguiendo algunos cursos trazados, por ejemplo, por el brasileño Jorge Amado en su novela corta La muerte y la muerte de Quincas Berrido de Agua, en la cual el difunto Quincas “revive” entre emanaciones de alcohol para encontrarse con su amante y darse el entierro marino que su ser apetecía; y trazados también por el mexicano Carlos Fuentes, Aura, en el cual el protagonista cae en las artimañas de una anciana sedienta de amor juvenil (juvenil para ella, aunque siniestro para el joven profesor). Es decir, en la literatura del género de amor, los romeos y las julietas ya han sido demasiado trajinados y trasquilados, y evidentemente hay otras posibilidades. En este caso, el Romeo es un publicista peruano con algunas veleidades bohemias, y la Julieta de madera y pintura es un mascarón que el azar y la generosidad de un amigo que emprende las de Europa pone en sus manos. Me ha llamado poderosamente la atención la tranquilidad, la continencia, con que José Güich va desplegando la historia: en ningún momento apresura “la película”, sino que más bien, al contrario, hasta se diría que por deleitarse él mismo con su historia (algo bastante frecuente) avanza con la lentitud de quien no quiere beberse de un porrazo la copa del placer creativo. Y aquí es necesario hacer una precisión: en la buena literatura quien se deleita antes que los lectores son los propios autores, y justamente de ese gozo es de donde extraen la fuerza y la voluntad para culminar su obra. O mejor dicho: especulo que las obras que no causan deleite al propio narrador son las que nunca escuchan el tronar de las máquinas impresoras, cual borradores que devienen en hojas arrugadas y hasta ignoradas por sus cuasi progenitores. El meollo de este “Mascarón de proa” es que Ella (José Güich le confiere ese apelativo) se “enamora” posesivamente de su dueño, y el dueño, en alguna medida entre lo imposible y lo muy veladamente erótico, también le corresponde. Pero el verdadero amor de Ella no eran sus ocasionales dueños, sino el oceánico mar, y utiliza a su propietario para reencontrase con su medio. Y logra su objetivo, por lo cual la historia no tiene un final feliz para “la pareja”, aunque sí para este insólito personaje de madera y de añales por su obvia antigüedad. Desde luego, conferirle el soplo de la vida a un tronco de madera convertido en busto de mujer, o sea en mascarón de proa, es aproximarse a una visión animista de la vida. Mi “aproximarse” está bien empleado, porque en el verdadero animismo todo tiene vida: el sol, la luna, el viento, los rayos, la lluvia, los cerros, los animales, las plantas, y corresponde a una visión primitiva y mágica de la realidad, en la cual el hombre hace parte de un gran todo pletórico de vida. En cambio, en la modernidad civilizada, y hasta excesivamente racional, la humanidad es lo único que tiene vida en toda su potencialidad, mientras que el gran resto son recursos explotables o bien dominio de la ciencia. Pero no olvidemos que si bien este irremediablemente femenino “mascarón” hace parte de un hipotético mundo en que lo material adquiere vida, el protagonista pertenece a su profesión y a su medio de vida: una vez que el mascarón ha vuelto a integrarse a las soledades marinas, él la convierte en icono publicitario de rotundo éxito, por lo cual cada quien se reintegra a lo suyo. Sin embargo, cabe una posibilidad igualmente interesante y que hasta podría haber escapado a la perspicacia del propio José Güich. ¿Y si su Mascarón de Proa fuera una metáfora sobre una situación bastante común en la mayoría de parejas? ¿Y si este hermoso cuento fuese una alegoría acerca de cómo, en el seno de cada pareja humana, cada cual persigue objetivos muy personales y no compartibles con la otra parte? ¿Y si pasado el entusiasmo del primer tiempo todos los siguientes tiempos fuesen un intento de justificar la inercia por la misma inercia del vínculo ya iniciado? ¿Y si el destino de todo vínculo hombre-mujer, o mujer-hombre, fuese el de la ruptura, valiéndose de cualquier oleaje? ¿Y si el destino de todo gran amor fuese el de volver inútilmente a la orilla del mar, para ver si la persona amada es devuelta por las olas? 

Paisaje con hombre que corre” En este cuento, lo intencionalmente inverosímil de la historia (un limeño adulto que desaparece el 18 de agosto de 1935 es atropellado por un vehículo el 18 de agosto de 1995, y que entonces “vuelve” a fallecer, pero no con unos improbables noventa años sino con la edad correspondiente a la tercera década del siglo pasado), repito, lo inverosímil es atenuado porque con enorme olfato literario Güich convierte la trama en un típico cuento detectivesco, con todos los ingredientes del género: “occiso”, “forense”, “morgue”, etcétera, en cuanto a la terminología; investigación de la identidad del difunto a partir de la etiqueta de su ropa, rastreo del sastre que confeccionó el traje, investigación que se prolonga en la hemeroteca revisando una edición de El Comercio de 1935, búsqueda de fotografías de sesenta años atrás, en cuanto a los convencionalismos del género policial, de modo que el lector disfruta de un cuento fantástico en el cual, y en un instante, se anulan las leyes del tiempo, y al mismo tiempo disfruta de un cuento policial que, por su propia circunstancia, da pie, además, para evocar (y comparar) la Lima de 1935 con la de 1995.

 “Onirolalia” De los ocho relatos que componen el libro de José Güich, este es el más hermético por dos motivos que vienen al caso exponer: su único protagonista carece de nombre y el autor lo estructuró sobre la base de párrafos largos, sin el descanso de un punto aparte, párrafos alargados que abarcan hasta tres páginas. Para ser más preciso, Orinolalia consta de seis secciones y cada una está compuesta por un único párrafo, en el cual no hay la concesión de un punto aparte. Pero como en muchos otros casos, la forma se ajusta al fondo, y el fondo de este relato intimista, memorioso, con algo de búsqueda borgiana, es establecer límites precisos entre el mundo concreto de la vigilia y el mundo inasible de nuestras ensoñaciones oníricas, y de ahí, de “onírico”, es de donde proviene el título. Sin embargo, y aunque el personaje carece de nombre (pero sí tiene “voz”), hay referencias muy concretas a la situación: por lo pronto, su ámbito es Lima, y más concretamente el barrio de Salamanca de Monterrico, y en este caso la toponimia se muestra generosa: Sacsayhuamán, Hernando de Soto, Toparpa Inca, Los Quechuas, Los Paracas, Cieza de León, son algunas de sus calles, y Kennedy, San Cipriano, Santa Ángela, sus referentes de colegios, más una esposa (en el presente), un amigo analista y un carro Opel Record 68, son los asideros para que el lector se oriente en esta “suma de todas las noches”. Posiblemente, en plan de hacerse concesiones a sí mismo como narrador y al lector como destinatario, José Güich Rodríguez no hubiese logrado lo que seguramente se propuso: hacernos navegar en ese mundo en que realidad concreta y territorio onírico, pasado y presente, y el yo consciente y el otro yo del subconsciente se confunden y entreveran en los “interminables vericuetos de la noche”.

La bailarina de La Perla” El relato del encabezamiento es de los mejor logrados. En él Güich reitera lo relativo que es la dimensión tiempo. Además, combina o hace confluir la deliberada lentitud con que avanza la acción (un viaje de Lima a la campiña de Sullana, un contrato para impartir clases de bailes costeños, una tormenta, una casona misteriosa) de “El mascarón de proa” con el aporte de datos concretos, tangibles, un poco a la manera de “Paisaje de hombre que corre”. Pero en esta “Bailarina de La Perla”, la protagonista, la bailarina Soledad, se reencuentra con su pasado personal y familiar, pasado que no es el de su infancia “lógica”, o sea una infancia que debió transcurrir en los años sesenta o setenta, sino con una infancia en un calamitoso verano de 1848, insistiendo así el autor en que el tiempo es una temporalidad arbitraria, por¬que el pasado es recuperable. También es importante mencionar que en este cuarto relato Güich ma¬neja con evidente maestría el suspenso y que se asoma, pero no cae, en la tentación de comunicar al lector alguna fugaz sensación de horror omnipresente.

Los días verdes”. Temáticamente, este es el relato más audaz y al mismo tiempo el único que se aleja de las propuestas de Güich en cuanto a trastocar los elementos de la realidad temporal o espacial, porque en este caso la “subversión” se refiere a una suerte de crecimiento canceroso del reino vegetal (hay una higuera y una parra a las que poco les falta para volverse plantas carnívoras) a punto tal que se convierte en una amenaza real para la existencia de sus personajes. Es interesante destacar el hecho de que lo absurdo de la situación resulta equilibrada por el tratamiento espontáneo y natural con que Güich nos presenta a sus personajes, de lo más comunes y corrientes, y que además no tratan de emprender ninguna defensa, digamos que heroica, pues más bien parecen resignados a su destino.

 “Zelote” En este relato la situación es la siguiente: el protagonista, Julián Ramírez, un joven (aparentemente peruano) con un alto coeficiente intelectual emigra al primer mundo e ingresa a trabajar a una enigmática empresa que Güich nos presenta únicamente como “M”. Pues bien, allí, este Julián Ramírez se dedica a crear juegos electrónicos de consola, y obtiene un notable éxito comercial con uno denominado, precisamente, “Zelote”, el cual está inspirado en la vida de Jesucristo. Hasta aquí todo es perfectamente normal, pero el “quiebre” o el salto hacia lo desconocido que propone Güich es que el personaje termina convirtiéndose en un integrante del propio juego o (retrocediendo dos mil años) en integrante de los discípulos de Jesucristo, si es que no en el mismo Cordero del Señor, obviamente destinado a la cruz. Es interesante anotar que en “Zelote”, el autor presenta dos rupturas de la realidad: una es que el inventor del juego termina devorado y absorbido por su propia criatura, y el segundo quiebre se refiere a una tentación que para él parece irresistible: atravesar las barreras del tiempo.

En busca de Serling” Este es uno de los relatos más representativos de El mascarón de proa: acá se repite el escamoteo del espacio físico, describiendo la angustiosa búsqueda de un misterioso y hasta mítico pueblo llamado Cayuga (al que nunca se puede llegar, un poco como se esboza en “La bailarina de La Perla”), y la reiteración obsesiva de un pueblo fantasmagórico, Siracusa, aparte de que desde el inicio el protagonista sufre una caída y un golpe en el cerebro que le produce total amnesia sobre su pasado, para incrementar este juego en el que se entremezcla lo real con lo onírico, la propia compañera del pro¬tagonista, Ligia, es alternativamente esposa, enfermera e icono publicitario de vallas de carretera. En cuanto a Serling, al final, cuando el protagonista se halla a punto de encontrar a este inaprendible Serling, pareciera que el personaje descubre que él no era su “sí mismo”, sino que era un personaje concebido por el moribundo Serling, y en el imprevisible final personaje y Serling se confunden, se entreveran, para encontrar juntos el destino de la muerte en “un punto del espacio donde se intersectan varias ciudades llamadas Siracusa”, y pareciera que todo lo narrado no fue otra cosa que un proyecto de guión fílmico que Serling nunca pudo producir.

El veterano” En el último relato, José Güich Rodríguez se anima a dar un doble salto mortal (en realidad un doble salto temporal), porque el meollo del asunto, llevar a cabo un simple reportaje a un veterano de la Guerra del Pacífico que tiene lugar en Lima, y en el año concreto de 1930, le permite a Güich reiterarse en una de sus predilecciones como narrador: quebrar el concepto de tiempo que fluye… sin retrocesos o sin saltos hacia el futuro. Por medio del diario personal que escribe en Arica y en junio de 1880 un subteniente peruano de apellido Rodríguez, remite al lector a un juego de fechas desconcertante (ya cada vez menos desconcertante, pues si el lector ha leído los ocho relatos en el orden organizado por el autor, ya debe estar preparado para esta violación de las reglas que rigen la normalidad del tiempo convencional). Y así tenemos los tres tiempos que se alternan en “El veterano”: 1880, uno de los años de la guerra de Chile contra Bolivia y Perú, y año, además, en que se fecha el diario de campaña que escribe el mismo coronel Rodríguez, aunque quien lo escribe no es el coronel sino el subteniente Rodríguez (después de la guerra obtendría el grado de coronel). El año del “presente”, 1930, o sea el año en que el periodista Pablo Teruel entrevista al veterano y muy anciano coronel ya en retiro. El tercer tiempo de este relato, increíble y notablemente remite al lector a 1945, y al ilustre Jorge Basadre, el autor de un inexistente texto llamado Los días secretos de Arica (que se conozca, el historiador tacneño nunca publicó una obra con este título). Además, la trama no puede ser más audaz: en 1880 las autoridades militares peruanas ordenan desaparecer el libro de Basadre, cuando según las reglas de la temporalidad normal dicho libro no solo no había sido escrito, sino que además era o es imposible que hubiera sido escrito porque, recordemos, nuestro gran historiador nació en Tacna en 1903. En el último párrafo Güich propone que “la Batalla de Arica se había efectuado, se efectuaba y se efectuaría eternamente”, enunciado que permite varias lecturas: desde una teorización de su propuesta narrativa, una afirmación de corte filosófico, hasta una advertencia acerca de que la Guerra del Pacífico es una herida que aún no ha cerrado en el alma de los peruanos y en el equilibrio geopolítico con nuestro vecino del sur.

Enrique Congrains Martin

(Publicada originalmente en la revista "Lienzo", edición número 29, año 2008)

jueves, 8 de mayo de 2014

Criptozoico (Brian Aldiss)


Si creen que Ballard o Lem son autores difíciles, es que no han leído a Brian Aldiss. No es que toda su producción sea así: la trilogía Heliconia, La nave estelar, Invernáculo y Galaxias, como granos de arena, son novelas y cuentos de lectura casi obligatoria. Pero es justo reconocer que su estilo, denso como el que más, puede ser algo disuasivo para el lector, incluso para un lector curtido en la ciencia ficción.


Criptozoico es una novela que se caracteriza por su densidad. El argumento es totalmente de ciencia ficción: en el futuro, se ha descubierto una manera de viajar en el tiempo, aunque de manera más bien subjetiva, como una proyección en el tiempo elegido. Dicha traslación temporal se logra mediante el uso de una droga cuyas siglas son CSD, de manera que el viaje en el tiempo es más una experiencia personal que un desplazamiento propiamente dicho.

No deja de ser curioso el efecto de dicho viaje en el tiempo, una auténtica moda del siglo XXI. Los viajeros se aficionan mucho a estas experiencias, de modo que la “realidad” aparece como deshabitada. Casi como nuestro presente y el descubrimiento del ciberespacio, cuya “realidad” experimentamos acaso durante más tiempo que el mundo antes conocido como real. El abandono de la sociedad llega a tal punto, que se producen una serie de movimientos políticos tratando de contrarrestar los efectos del viaje en el tiempo, que resulta ser objeto de prohibición.

Pero esta prohibición no es más que la fachada de un plan, que consiste en la captura de un científico bastante peligroso a causa de un descubrimiento trascendental: la verdadera naturaleza del viaje en el tiempo y el verdadero sentido del tiempo y de la realidad. Casi nada…

El gran problema de la novela es que tan interesante argumento se nos narra a través de un enrevesado y abundante, por ratos aburridísimo, texto lleno de idas y vueltas, reflexiones, anécdotas, apariciones y desapariciones de personajes, personajes secundarios, exposición de teorías sobre el subconsciente, que deben haber llevado a más de un lector a abandonar la novela. No es un texto fácil, cierto, pero tampoco se puede negar su potencia como literatura de ideas, y al menos los capítulos finales están escritos a un ritmo más rápido.

Justamente, en esos capítulos se nos aclara un tanto la trama, con un final sorpresa de esos que sólo pueden originarse en la ciencia ficción. La auténtica naturaleza del tiempo y del espacio, el origen y el fin del universo (narrado por sus protagonistas, nada menos), son descritas de una manera tan acorde con la experiencia humana que, si bien no llegan a “hacernos dudar”, si que generan más de una interrogante en torno a nuestras creencias y aparentes certezas cosmológicas, entre otras.

El “criptozoico” al que alude el título es una época lejanísima en el tiempo, anterior a la aparición de la vida tal como la conocemos, a la que la mayoría de personajes gusta de viajar y es aludida constantemente en la novela. Porque está ubicada en el pasado, pero podría ser también la acumulación de todo el tiempo transcurrido, de modo que podría ser, desde cierto punto de vista, lo que hasta el momento llamamos futuro…

Una novela cargada de filosofía, difícil de leer, con personajes casi inanes, confusa e inorgánica. O es una pérdida de tiempo, o es una genialidad. A decisión del lector.



Daniel Salvo

domingo, 4 de mayo de 2014

Que no desciendan las tinieblas (L. Sprague de Camp)


Al fin pude leer esta excelente y divertida novela, muy renombrada al tiempo de su publicación (1941). Tanto así, que dio origen a un cuento redactado como “respuesta” contradictoria a las premisas postuladas en la novela.  Y es que no todos los intentos de cambiar la historia pueden ser exitosos, a largo plazo…

Al margen de las consecuencias de la alteración de la historia conocida (tema tratado también por Isaac Asimov en “El fin de la eternidad”, y de alguna manera, previsto por George Orwell  en “1984”), es de apreciar la increíble facilidad y el gran sentido del humor que se gasta L. Sprague de Camp para describirnos no sólo un método para viajar en el tiempo que funciona (y no genera el menor cuestionamiento ni la menor sensación de implausibilidad), sino también nos hace creer que  el american way of life podía, efectivamente, conquistar el mundo armado con una botella de Coca – Cola. O algo así.

El protagonista de la novela, el arqueólogo e historiador Martin Padway, se encuentra en Italia, más precisamente, en Roma, la cual describe de una manera que haría las delicias del propio Federico Fellini (nos describe su tránsito vial, los olores de la ciudad, la idiosincrasia de la gente…). Tras un incidente que altera la trama del espacio y el tiempo (así, tan simple como suena), Padway se verá trasladado en la Roma del siglo VI después de Cristo. Una época fascinante, dicho sea de paso, pues el antiguo régimen romano, aunque vigente en la cultura europea, ha dado paso a los reinos bárbaros que posteriormente dieron origen a la Europa moderna, y de una u otra manera, al mundo tal y como lo conocemos hoy. Muchas cosas se sabían, muchas cosas se perdieron, pero nunca dejó de existir la capacidad humana para el bien o para el mal. Y dado que nuestro historiador, una vez repuesto (rápidamente) del shock que implica todo viaje en el tiempo, es consciente de que el momento de la historia en el cual ahora se encuentra va a dar paso a una larga edad media (las “tinieblas” a las que alude el título de la novela), oscurantista y fanatizada. De modo que, como buen historiador (es decir, como buen humanista), decide utilizar sus conocimientos de hombre venido del futuro para impedir la llegada de esas tinieblas. ¿Y cómo lo hace? De la manera más norteamericana posible: montar un negocio.

Este giro sorpresivo de los acontecimientos es quizá uno de los mejores cambios argumentales que alguien pueda imaginar.  Uno esperaría que, como involuntario Mensajero del Futuro, nuestro protagonista, asumiendo una pose mayestática, se dirigiría ante las autoridades de la época para ofrecerles como regalo los últimos adelantos del siglo XX, la sabiduría acumulada nada menos que catorce siglos después... Pero no. Conocedor de la naturaleza humana, más dada al relajo y a la conveniencia antes que a las grandes acciones y hechos heroicos, Martin Padway entiende que no hay nada más contagioso que las ideas (o al menos, ciertas ideas). Y decide compartir eso con el mundo en el que le ha tocado vivir, su filosofía, la más exitosa y poderosa conocida en su tiempo (el siglo XX): el american way of life.

De modo que, tras contactarse con las personas adecuadas, nuestro hombre en el siglo VI procederá a iniciar a la humanidad de las edades oscuras en los secretos del interés compuesto, la partida doble, la libertad de prensa, la corrupción y el soborno (bueno, al parecer, ya se le habían adelantado un tanto…).

Y así, poco a poco, va logrando su objetivo… Convertir el siglo VI europeo en la antesala de un mundo que tendrá que adaptarse al correo, la alfabetización, la sociedad anónima y otros adelantos, cuyas consecuencias para el futuro (es decir, “nuestro” pasado), apenas podemos vislumbrar. Además de adelantar la aparición en la historia de ciertos artefactos que deberían ser inventados siglos después, así como la noticia de los territorios que aguardan cruzando el océano atlántico (nuestra América).

La novela tiene momentos hilarantes, como el “debate teológico” que surge espontáneamente cuando, en una posada, coinciden varios cristianos (recordemos que en esa época, la Iglesia Católica Romana, si bien con cierto poder, era una de tantas), y casi sin proponérselo, arman un debate en torno a temas teológicos profundos y trascendentales, debate que termina con los ponentes agarrándose a golpes, sin faltar uno que otro silletazo…

Tal vez pueda parecer algo forzada la naturalidad con la que Martin Padway es acogido en el siglo VI. Cada vez que alguien nota “algo raro” en ese forastero de acento indefinible, ropas imposibles y conocimientos más propios de un brujo que de un buen cristiano, el forastero encuentra una explicación lo suficientemente convincente como para que el curioso del momento pase a ocuparse de otro asunto. Pero debemos recordar que estamos en una época bastante previa al método científico, en la cual superstición y sentido común se mezclaban de manera indiferenciada, y un prodigio o milagro eran, después de todo, parte del “orden natural” de las cosas. Con que el origen fabuloso del forastero deja de ser novedad al poco de iniciarse la novela.

Y es que siempre quedará en discusión si existe algo como la “naturaleza humana”, condenada a funcionar de una manera determinada desde la aparición del homo sapiens. Las historias de viajes en el tiempo intentan arrojar, a su manera, alguna luz sobre el tema. Que no desciendan las tinieblas, con todo su humor y gracejo, no deja de ser una ucronía, bastante optimista quizá para el gusto moderno, pero que no deja de ser una inspiración y acaso una luz en medio de las tantas pesadillas distópicas que parecen haberse puesto de moda. El humor también puede cambiar el mundo.

Como diría L. Sprague de Camp: "Si logré hacer reír a unos pocos con mi ciencia-ficción humorística, si conseguí entretener o esclarecer a alguien con mis trabajos, me puedo considerar a mi mismo como un éxito"



Daniel Salvo