El mascarón de proa de José Güich Rodríguez es un libro compuesto por ocho relatos situados, por su extensión, en la gaveta de los cuentos extensos, rozando, quizás, y como queriendo y no queriendo, el aliento de las novelas cortas. Al darle el relato “El mascarón de proa” el título al conjunto, debemos presumir que para el autor este “mascarón” es como su carta de presentación o como la puerta que se abre para darle la bienvenida al lector. Ojo, al lector peruano, no solo porque el autor lo es, sino porque la circulación de la obra se ha restringido a nuestro país. La característica común a los ocho relatos es la propuesta del autor de sumergirnos en “rupturas de la normal normalidad”, a través de realidades paralelas a lo que se entiende por realidad primaria, creíble, repetitiva y cotidiana. Ahora bien, la principal “ruptura” que encontramos en el libro es la dimensión de lo temporal, pues esa es la danza imaginativa que aparece en cinco de los ocho relatos: “Paisaje de hombre que corre”, “La bailarina de La Perla”, “Zelote”, “En busca de Serling” y en “El veterano”. En cambio, en los otros tres cuentos no hay esa coherencia temática, pues las rupturas son de otra índole: en “El mascarón de proa” hay una propuesta animista; en “Onirolalia” el asunto concierne a lo espacial y en “Los días verdes” lo que se desquicia y subleva es el reino vegetal. No obstante estas tres temáticas independientes o ajenas al gran asunto de “las grandes combinaciones” del presente, del pasado y del futuro, el conjunto de la obra aparece como muy coherente y muy bien trabado. Más aún, sin estos tres cuentos, que rompen la continuidad del tiempo “perforado”, el conjunto hubiese sido excesivamente monotemático. También resulta difícil aventurarse a decir que hay un cuento “mejor” que los otros, pues cada uno se sostiene sobre la base de su propia trama y a su propia “ruptura”.
“El mascarón de proa” No obstante que somos un país con unos tres mil kilómetros de litoral, el Perú no es una tierra de tradición marinera, a pesar de nuestra justificada predilección por los platos con “frutos” del mar. Por ello creo que antes de adentrarnos en el cuento, el propio título merece una aclaración breve pero indispensable. De los dos sustantivos, ‘proa’ es el menos desconocido, pues alude a la parte frontal de los navíos; en cambio este ‘mascarón’ ha sido poco conocido o visto por los peruanos. Para no dilatar la entrada en materia, aclaremos pues: durante varios siglos, la tradición ornamental de los barcos a vela exigía, para prestancia de los navíos, que en el extremo más saliente de su proa se colocase la talla del busto de una mujer, tal vez, y esto es un mero suponer, como prometiéndole a la tripulación que al llegar a puerto no les faltaría lo que menos existe, aunque sea como figuración, a bordo de una comunidad masculina. Y estos mascarones, siempre de madera, y siempre surgidos de las manos de artesanos talladores y culminados en un juego cromático de tonos (oscuro para la cabellera, blanco-rosado para el rostro y con libertad de colores para la vestimenta) eran, y además son, sencillamente obras de arte. Justifiquemos la aseveración por el hecho de que fue nada menos que el mismísimo Pablo Neruda quien adornó su casa en la Isla Negra con diversos mascarones de proa, porque su afición era coleccionarlos.
Y ahora sí, sin más digresiones, vayamos al grano: “El mascarón de proa” es un cuento de amor. Y luego de conocerse y de amarse, ¿final feliz? Obviamente no, porque la literatura, y sobre todo la buena literatura, tiene la obligación de alejarse de la folletinería rosa, la cual, incluso, está plagada de obstáculos antes de culminar en el tedioso final consabido. Sí, un cuento de amor, pero dentro de los más singulares, siguiendo algunos cursos trazados, por ejemplo, por el brasileño Jorge Amado en su novela corta La muerte y la muerte de Quincas Berrido de Agua, en la cual el difunto Quincas “revive” entre emanaciones de alcohol para encontrarse con su amante y darse el entierro marino que su ser apetecía; y trazados también por el mexicano Carlos Fuentes, Aura, en el cual el protagonista cae en las artimañas de una anciana sedienta de amor juvenil (juvenil para ella, aunque siniestro para el joven profesor). Es decir, en la literatura del género de amor, los romeos y las julietas ya han sido demasiado trajinados y trasquilados, y evidentemente hay otras posibilidades. En este caso, el Romeo es un publicista peruano con algunas veleidades bohemias, y la Julieta de madera y pintura es un mascarón que el azar y la generosidad de un amigo que emprende las de Europa pone en sus manos. Me ha llamado poderosamente la atención la tranquilidad, la continencia, con que José Güich va desplegando la historia: en ningún momento apresura “la película”, sino que más bien, al contrario, hasta se diría que por deleitarse él mismo con su historia (algo bastante frecuente) avanza con la lentitud de quien no quiere beberse de un porrazo la copa del placer creativo. Y aquí es necesario hacer una precisión: en la buena literatura quien se deleita antes que los lectores son los propios autores, y justamente de ese gozo es de donde extraen la fuerza y la voluntad para culminar su obra. O mejor dicho: especulo que las obras que no causan deleite al propio narrador son las que nunca escuchan el tronar de las máquinas impresoras, cual borradores que devienen en hojas arrugadas y hasta ignoradas por sus cuasi progenitores. El meollo de este “Mascarón de proa” es que Ella (José Güich le confiere ese apelativo) se “enamora” posesivamente de su dueño, y el dueño, en alguna medida entre lo imposible y lo muy veladamente erótico, también le corresponde. Pero el verdadero amor de Ella no eran sus ocasionales dueños, sino el oceánico mar, y utiliza a su propietario para reencontrase con su medio. Y logra su objetivo, por lo cual la historia no tiene un final feliz para “la pareja”, aunque sí para este insólito personaje de madera y de añales por su obvia antigüedad. Desde luego, conferirle el soplo de la vida a un tronco de madera convertido en busto de mujer, o sea en mascarón de proa, es aproximarse a una visión animista de la vida. Mi “aproximarse” está bien empleado, porque en el verdadero animismo todo tiene vida: el sol, la luna, el viento, los rayos, la lluvia, los cerros, los animales, las plantas, y corresponde a una visión primitiva y mágica de la realidad, en la cual el hombre hace parte de un gran todo pletórico de vida. En cambio, en la modernidad civilizada, y hasta excesivamente racional, la humanidad es lo único que tiene vida en toda su potencialidad, mientras que el gran resto son recursos explotables o bien dominio de la ciencia. Pero no olvidemos que si bien este irremediablemente femenino “mascarón” hace parte de un hipotético mundo en que lo material adquiere vida, el protagonista pertenece a su profesión y a su medio de vida: una vez que el mascarón ha vuelto a integrarse a las soledades marinas, él la convierte en icono publicitario de rotundo éxito, por lo cual cada quien se reintegra a lo suyo. Sin embargo, cabe una posibilidad igualmente interesante y que hasta podría haber escapado a la perspicacia del propio José Güich. ¿Y si su Mascarón de Proa fuera una metáfora sobre una situación bastante común en la mayoría de parejas? ¿Y si este hermoso cuento fuese una alegoría acerca de cómo, en el seno de cada pareja humana, cada cual persigue objetivos muy personales y no compartibles con la otra parte? ¿Y si pasado el entusiasmo del primer tiempo todos los siguientes tiempos fuesen un intento de justificar la inercia por la misma inercia del vínculo ya iniciado? ¿Y si el destino de todo vínculo hombre-mujer, o mujer-hombre, fuese el de la ruptura, valiéndose de cualquier oleaje? ¿Y si el destino de todo gran amor fuese el de volver inútilmente a la orilla del mar, para ver si la persona amada es devuelta por las olas?
“Paisaje con hombre que corre” En este cuento, lo intencionalmente inverosímil de la historia (un limeño adulto que desaparece el 18 de agosto de 1935 es atropellado por un vehículo el 18 de agosto de 1995, y que entonces “vuelve” a fallecer, pero no con unos improbables noventa años sino con la edad correspondiente a la tercera década del siglo pasado), repito, lo inverosímil es atenuado porque con enorme olfato literario Güich convierte la trama en un típico cuento detectivesco, con todos los ingredientes del género: “occiso”, “forense”, “morgue”, etcétera, en cuanto a la terminología; investigación de la identidad del difunto a partir de la etiqueta de su ropa, rastreo del sastre que confeccionó el traje, investigación que se prolonga en la hemeroteca revisando una edición de El Comercio de 1935, búsqueda de fotografías de sesenta años atrás, en cuanto a los convencionalismos del género policial, de modo que el lector disfruta de un cuento fantástico en el cual, y en un instante, se anulan las leyes del tiempo, y al mismo tiempo disfruta de un cuento policial que, por su propia circunstancia, da pie, además, para evocar (y comparar) la Lima de 1935 con la de 1995.
“Onirolalia” De los ocho relatos que componen el libro de José Güich, este es el más hermético por dos motivos que vienen al caso exponer: su único protagonista carece de nombre y el autor lo estructuró sobre la base de párrafos largos, sin el descanso de un punto aparte, párrafos alargados que abarcan hasta tres páginas. Para ser más preciso, Orinolalia consta de seis secciones y cada una está compuesta por un único párrafo, en el cual no hay la concesión de un punto aparte. Pero como en muchos otros casos, la forma se ajusta al fondo, y el fondo de este relato intimista, memorioso, con algo de búsqueda borgiana, es establecer límites precisos entre el mundo concreto de la vigilia y el mundo inasible de nuestras ensoñaciones oníricas, y de ahí, de “onírico”, es de donde proviene el título. Sin embargo, y aunque el personaje carece de nombre (pero sí tiene “voz”), hay referencias muy concretas a la situación: por lo pronto, su ámbito es Lima, y más concretamente el barrio de Salamanca de Monterrico, y en este caso la toponimia se muestra generosa: Sacsayhuamán, Hernando de Soto, Toparpa Inca, Los Quechuas, Los Paracas, Cieza de León, son algunas de sus calles, y Kennedy, San Cipriano, Santa Ángela, sus referentes de colegios, más una esposa (en el presente), un amigo analista y un carro Opel Record 68, son los asideros para que el lector se oriente en esta “suma de todas las noches”. Posiblemente, en plan de hacerse concesiones a sí mismo como narrador y al lector como destinatario, José Güich Rodríguez no hubiese logrado lo que seguramente se propuso: hacernos navegar en ese mundo en que realidad concreta y territorio onírico, pasado y presente, y el yo consciente y el otro yo del subconsciente se confunden y entreveran en los “interminables vericuetos de la noche”.
“La bailarina de La Perla” El relato del encabezamiento es de los mejor logrados. En él Güich reitera lo relativo que es la dimensión tiempo. Además, combina o hace confluir la deliberada lentitud con que avanza la acción (un viaje de Lima a la campiña de Sullana, un contrato para impartir clases de bailes costeños, una tormenta, una casona misteriosa) de “El mascarón de proa” con el aporte de datos concretos, tangibles, un poco a la manera de “Paisaje de hombre que corre”. Pero en esta “Bailarina de La Perla”, la protagonista, la bailarina Soledad, se reencuentra con su pasado personal y familiar, pasado que no es el de su infancia “lógica”, o sea una infancia que debió transcurrir en los años sesenta o setenta, sino con una infancia en un calamitoso verano de 1848, insistiendo así el autor en que el tiempo es una temporalidad arbitraria, por¬que el pasado es recuperable. También es importante mencionar que en este cuarto relato Güich ma¬neja con evidente maestría el suspenso y que se asoma, pero no cae, en la tentación de comunicar al lector alguna fugaz sensación de horror omnipresente.
“Los días verdes”. Temáticamente, este es el relato más audaz y al mismo tiempo el único que se aleja de las propuestas de Güich en cuanto a trastocar los elementos de la realidad temporal o espacial, porque en este caso la “subversión” se refiere a una suerte de crecimiento canceroso del reino vegetal (hay una higuera y una parra a las que poco les falta para volverse plantas carnívoras) a punto tal que se convierte en una amenaza real para la existencia de sus personajes. Es interesante destacar el hecho de que lo absurdo de la situación resulta equilibrada por el tratamiento espontáneo y natural con que Güich nos presenta a sus personajes, de lo más comunes y corrientes, y que además no tratan de emprender ninguna defensa, digamos que heroica, pues más bien parecen resignados a su destino.
“Zelote” En este relato la situación es la siguiente: el protagonista, Julián Ramírez, un joven (aparentemente peruano) con un alto coeficiente intelectual emigra al primer mundo e ingresa a trabajar a una enigmática empresa que Güich nos presenta únicamente como “M”. Pues bien, allí, este Julián Ramírez se dedica a crear juegos electrónicos de consola, y obtiene un notable éxito comercial con uno denominado, precisamente, “Zelote”, el cual está inspirado en la vida de Jesucristo. Hasta aquí todo es perfectamente normal, pero el “quiebre” o el salto hacia lo desconocido que propone Güich es que el personaje termina convirtiéndose en un integrante del propio juego o (retrocediendo dos mil años) en integrante de los discípulos de Jesucristo, si es que no en el mismo Cordero del Señor, obviamente destinado a la cruz. Es interesante anotar que en “Zelote”, el autor presenta dos rupturas de la realidad: una es que el inventor del juego termina devorado y absorbido por su propia criatura, y el segundo quiebre se refiere a una tentación que para él parece irresistible: atravesar las barreras del tiempo.
“En busca de Serling” Este es uno de los relatos más representativos de El mascarón de proa: acá se repite el escamoteo del espacio físico, describiendo la angustiosa búsqueda de un misterioso y hasta mítico pueblo llamado Cayuga (al que nunca se puede llegar, un poco como se esboza en “La bailarina de La Perla”), y la reiteración obsesiva de un pueblo fantasmagórico, Siracusa, aparte de que desde el inicio el protagonista sufre una caída y un golpe en el cerebro que le produce total amnesia sobre su pasado, para incrementar este juego en el que se entremezcla lo real con lo onírico, la propia compañera del pro¬tagonista, Ligia, es alternativamente esposa, enfermera e icono publicitario de vallas de carretera. En cuanto a Serling, al final, cuando el protagonista se halla a punto de encontrar a este inaprendible Serling, pareciera que el personaje descubre que él no era su “sí mismo”, sino que era un personaje concebido por el moribundo Serling, y en el imprevisible final personaje y Serling se confunden, se entreveran, para encontrar juntos el destino de la muerte en “un punto del espacio donde se intersectan varias ciudades llamadas Siracusa”, y pareciera que todo lo narrado no fue otra cosa que un proyecto de guión fílmico que Serling nunca pudo producir.
“El veterano” En el último relato, José Güich Rodríguez se anima a dar un doble salto mortal (en realidad un doble salto temporal), porque el meollo del asunto, llevar a cabo un simple reportaje a un veterano de la Guerra del Pacífico que tiene lugar en Lima, y en el año concreto de 1930, le permite a Güich reiterarse en una de sus predilecciones como narrador: quebrar el concepto de tiempo que fluye… sin retrocesos o sin saltos hacia el futuro. Por medio del diario personal que escribe en Arica y en junio de 1880 un subteniente peruano de apellido Rodríguez, remite al lector a un juego de fechas desconcertante (ya cada vez menos desconcertante, pues si el lector ha leído los ocho relatos en el orden organizado por el autor, ya debe estar preparado para esta violación de las reglas que rigen la normalidad del tiempo convencional). Y así tenemos los tres tiempos que se alternan en “El veterano”: 1880, uno de los años de la guerra de Chile contra Bolivia y Perú, y año, además, en que se fecha el diario de campaña que escribe el mismo coronel Rodríguez, aunque quien lo escribe no es el coronel sino el subteniente Rodríguez (después de la guerra obtendría el grado de coronel). El año del “presente”, 1930, o sea el año en que el periodista Pablo Teruel entrevista al veterano y muy anciano coronel ya en retiro. El tercer tiempo de este relato, increíble y notablemente remite al lector a 1945, y al ilustre Jorge Basadre, el autor de un inexistente texto llamado Los días secretos de Arica (que se conozca, el historiador tacneño nunca publicó una obra con este título). Además, la trama no puede ser más audaz: en 1880 las autoridades militares peruanas ordenan desaparecer el libro de Basadre, cuando según las reglas de la temporalidad normal dicho libro no solo no había sido escrito, sino que además era o es imposible que hubiera sido escrito porque, recordemos, nuestro gran historiador nació en Tacna en 1903. En el último párrafo Güich propone que “la Batalla de Arica se había efectuado, se efectuaba y se efectuaría eternamente”, enunciado que permite varias lecturas: desde una teorización de su propuesta narrativa, una afirmación de corte filosófico, hasta una advertencia acerca de que la Guerra del Pacífico es una herida que aún no ha cerrado en el alma de los peruanos y en el equilibrio geopolítico con nuestro vecino del sur.
Enrique Congrains Martin
(Publicada originalmente en la revista "Lienzo", edición número 29, año 2008)
Enrique Congrains Martin
(Publicada originalmente en la revista "Lienzo", edición número 29, año 2008)
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