Cuando vi este libro en
la ruma de saldos de una conocida librería limeña, y el precio ridículamente
bajo al que lo ofrecían, no podía creer que fuera verdad tanta belleza. Además, la portada
anunciaba que la novela había sido galardonada por no sé qué prestigioso
premio… Sin pensarlo dos veces (y sin hacer la respectiva consulta en
internet), lo adquirí, sumándolo a la ya extensa pila de libros que me falta
leer.
De ello hace como tres
años. Y al fin, le tocó el turno a Espacio deshabitado.
La premisa inicial no puede
ser más estimulante: el día de la muerte del astronauta Neil Armstrong (si, el
primer hombre que pisó la luna, aunque les duela reconocerlo a los
conspiranoicos), y en unos Estados Unidos cuyo programa espacial ha sido
desmantelado hace décadas, los asombrados ojos de los habitantes de Florida ven
elevarse hacia el espacio una copia perfecta de … un cohete Saturno, idéntico
al que se utilizó en la misión Apolo XI.
O de un cohete que se le parece mucho.
No se trata de una
ilusión o de un caso de histeria colectiva. Las autoridades gubernamentales, quienes también
han observado y registrado el fenómeno, se abocan a su investigación, tras la cual llegan a
la sorprendente conclusión de que, efectivamente, un objeto surgido de la nada
despega, cada cierto tiempo, del Cabo Cañaveral rumbo a la luna. Un objeto de
metal y partes electrónicas, una nave. Completa, con combustible, oxígeno, computadoras…
una nave que parece dispuesta a ser abordada.
Genial introducción,
¿verdad? Lamentablemente, hasta ahí llega lo genial de la historia. El resto es
para el olvido, luego del colerón que experimenta el lector tras leer semejantes
sandeces.
Por que no se trata de
un “fantasma semiótico”, como podrían afirmar Bruce Sterling y William Gibson.
Tampoco son el producto de un accidente de la trama del espacio tiempo que
permite la colisión de realidades paralelas o alternativas. Nada de esto. Los
protagonistas de la historia, a los que cuesta cogerles empatía, descubren que la nave es, nada más y
nada menos que el producto del deseo y la capacidad de concentración de un
número indeterminado de personas, porque… TODOS los seres humanos siempre hemos
tenido el poder de hacer realidad nuestros deseos. Así de sencillo.
Una vez realizado un
viaje a la luna, y una vez hallada la solución del enigma inicial, la novela rueda cuesta debajo de manera pasmosa. Los protagonistas, en principio héroes, son
ahora perseguidos por el sistema por que han descubierto “el secreto” (ese de
que si te concentras con tenacidad, consigues todo lo que deseas), y ello
podría ser utilizado por el ejército, o podría acabar con la economía mundial,
o … por un villano salido de quien sabe
dónde, que también ha descubierto el poder de crear cosas con la mente (es que algunos
tienen más habilidad que otros para hacerlo), y que amenaza con CONQUISTAR EL
MUNDO.
A partir de este punto, a los
personajes puede pasarles cualquier cosa, y a nadie le importa... porque el aburrimiento y desinterés
que se han apoderado del autor de la novela (originalmente un cuento que,
efectivamente, ganó un premio importante, y que fue convertido en novela de manera
por demás infame) son lo único que se contagia al lector, que no ve otra cosa
que la hora de terminar con semejante tira de disparates seudomísticos, si es que no ha
optado por deshacerse del libro. De la brillante referencia inicial al programa
espacial norteamericano no queda nada. Nada bueno, para colmo.
Como diría un popular
actor cómico peruano: ¡no lo lean! Porque el tiempo que se va… ya no regresa.
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