Al fin pude leer esta excelente y divertida novela, muy renombrada al tiempo de su publicación (1941). Tanto así, que dio origen a un cuento redactado como “respuesta” contradictoria a las premisas postuladas en la novela. Y es que no todos los intentos de cambiar la historia pueden ser exitosos, a largo plazo…
Al margen de las consecuencias de la alteración de la historia conocida (tema tratado también por Isaac Asimov en “El fin de la eternidad”, y de alguna manera, previsto por George Orwell en “1984”), es de apreciar la increíble facilidad y el gran sentido del humor que se gasta L. Sprague de Camp para describirnos no sólo un método para viajar en el tiempo que funciona (y no genera el menor cuestionamiento ni la menor sensación de implausibilidad), sino también nos hace creer que el american way of life podía, efectivamente, conquistar el mundo armado con una botella de Coca – Cola. O algo así.
El protagonista de la novela, el arqueólogo e historiador Martin Padway, se encuentra en Italia, más precisamente, en Roma, la cual describe de una manera que haría las delicias del propio Federico Fellini (nos describe su tránsito vial, los olores de la ciudad, la idiosincrasia de la gente…). Tras un incidente que altera la trama del espacio y el tiempo (así, tan simple como suena), Padway se verá trasladado en la Roma del siglo VI después de Cristo. Una época fascinante, dicho sea de paso, pues el antiguo régimen romano, aunque vigente en la cultura europea, ha dado paso a los reinos bárbaros que posteriormente dieron origen a la Europa moderna, y de una u otra manera, al mundo tal y como lo conocemos hoy. Muchas cosas se sabían, muchas cosas se perdieron, pero nunca dejó de existir la capacidad humana para el bien o para el mal. Y dado que nuestro historiador, una vez repuesto (rápidamente) del shock que implica todo viaje en el tiempo, es consciente de que el momento de la historia en el cual ahora se encuentra va a dar paso a una larga edad media (las “tinieblas” a las que alude el título de la novela), oscurantista y fanatizada. De modo que, como buen historiador (es decir, como buen humanista), decide utilizar sus conocimientos de hombre venido del futuro para impedir la llegada de esas tinieblas. ¿Y cómo lo hace? De la manera más norteamericana posible: montar un negocio.
Este giro sorpresivo de los acontecimientos es quizá uno de los mejores cambios argumentales que alguien pueda imaginar. Uno esperaría que, como involuntario Mensajero del Futuro, nuestro protagonista, asumiendo una pose mayestática, se dirigiría ante las autoridades de la época para ofrecerles como regalo los últimos adelantos del siglo XX, la sabiduría acumulada nada menos que catorce siglos después... Pero no. Conocedor de la naturaleza humana, más dada al relajo y a la conveniencia antes que a las grandes acciones y hechos heroicos, Martin Padway entiende que no hay nada más contagioso que las ideas (o al menos, ciertas ideas). Y decide compartir eso con el mundo en el que le ha tocado vivir, su filosofía, la más exitosa y poderosa conocida en su tiempo (el siglo XX): el american way of life.
De modo que, tras contactarse con las personas adecuadas, nuestro hombre en el siglo VI procederá a iniciar a la humanidad de las edades oscuras en los secretos del interés compuesto, la partida doble, la libertad de prensa, la corrupción y el soborno (bueno, al parecer, ya se le habían adelantado un tanto…).
Y así, poco a poco, va logrando su objetivo… Convertir el siglo VI europeo en la antesala de un mundo que tendrá que adaptarse al correo, la alfabetización, la sociedad anónima y otros adelantos, cuyas consecuencias para el futuro (es decir, “nuestro” pasado), apenas podemos vislumbrar. Además de adelantar la aparición en la historia de ciertos artefactos que deberían ser inventados siglos después, así como la noticia de los territorios que aguardan cruzando el océano atlántico (nuestra América).
La novela tiene momentos hilarantes, como el “debate teológico” que surge espontáneamente cuando, en una posada, coinciden varios cristianos (recordemos que en esa época, la Iglesia Católica Romana, si bien con cierto poder, era una de tantas), y casi sin proponérselo, arman un debate en torno a temas teológicos profundos y trascendentales, debate que termina con los ponentes agarrándose a golpes, sin faltar uno que otro silletazo…
Tal vez pueda parecer algo forzada la naturalidad con la que Martin Padway es acogido en el siglo VI. Cada vez que alguien nota “algo raro” en ese forastero de acento indefinible, ropas imposibles y conocimientos más propios de un brujo que de un buen cristiano, el forastero encuentra una explicación lo suficientemente convincente como para que el curioso del momento pase a ocuparse de otro asunto. Pero debemos recordar que estamos en una época bastante previa al método científico, en la cual superstición y sentido común se mezclaban de manera indiferenciada, y un prodigio o milagro eran, después de todo, parte del “orden natural” de las cosas. Con que el origen fabuloso del forastero deja de ser novedad al poco de iniciarse la novela.
Y es que siempre quedará en discusión si existe algo como la “naturaleza humana”, condenada a funcionar de una manera determinada desde la aparición del homo sapiens. Las historias de viajes en el tiempo intentan arrojar, a su manera, alguna luz sobre el tema. Que no desciendan las tinieblas, con todo su humor y gracejo, no deja de ser una ucronía, bastante optimista quizá para el gusto moderno, pero que no deja de ser una inspiración y acaso una luz en medio de las tantas pesadillas distópicas que parecen haberse puesto de moda. El humor también puede cambiar el mundo.
Como diría L. Sprague de Camp: "Si logré hacer reír a unos pocos con mi ciencia-ficción humorística, si conseguí entretener o esclarecer a alguien con mis trabajos, me puedo considerar a mi mismo como un éxito"
Daniel Salvo
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