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viernes, 17 de abril de 2015

El pájaro burlón (Walter Tevis)


Las distopías clásicas como 1984 y Un mundo feliz nos muestran sociedades en las que la humanidad ha sido sometida por los poderes de turno, que controlan a la gente mediante el poder (1984)  o la seducción (Un mundo feliz). En todo caso, en ambas, existe una voluntad de manipulación que evidencia que toda utopía es, a la larga, cualquier cosa menos vivir en libertad.

Walter Tevis va más allá. En El pájaro burlón (Mockingbird), asistimos al futuro más lúgubre de todos: un mundo en el que la humanidad simplemente se ha cansado de existir, y se limita a vegetar esperando su fin, a excepción de unos cuantos individuos ansiosos que deciden poner fin a su existencia de manera más expeditiva, esto es, el suicidio.

La sensación de cansancio que trasmite la novela es tal, que cuesta continuar con su lectura, a pesar de su excelente inicio (¡un robot que camina silbando!). No es que se trate de una historia aburrida, sino que Tevis consigue recrear una atmósfera de constante decadencia, en la que la acción propiamente dicha no conlleva una actitud de heroísmo o rebeldía ante el sistema, como podría esperarse. Ya en El hombre que cayó a la Tierra, Walter Tevis demostró su soberbio manejo de los personajes, cuyos diálogos y monólogos bastan para ponernos al tanto del mundo que ha engendrado nuestro deseo de comodidad.

La novela se centra en los avatares de tres personajes. Inicia con el "robot" Robert Spofforth, rumbo a la universidad de la cual es rector. Y es que no se trata de un robot al uso: desarrollado a partir de la personalidad de un ser humano previamente existente, añora lograr un tipo de vida derivado de los deseos y anhelos de la persona de quien deriva. Pero tiene muchas cosas en contra, entre ellas, el carecer de sexo. Puede silbar, puede soñar, puede solucionar las peores crisis, pero jamás tendrá la vida humana que anhela. Es el robot más perfecto que se haya construido, y por ende, el más infeliz. No puede dar fin a su propia existencia por que iría contra su programación.

De otro lado, tenemos a Paul Bentley, "profesor" universitario que carece de alumnos por que nadie - ni siquiera el, ni la mayoría de robots - sabe leer. Ni falta que hace: la vida está totalmente automatizada, los autobuses se movilizan por telepatía, y hay robots de varias clases encargados de realizar todo tipo de tareas. En uno de sus tantos paseos, Bentley conocerá a Mary Lou, una chica que vive en soledad, en una memorable escena en la cual descubre que los niños que juegan en un parque son también robots, al igual que los animales de un zoológico cercano. Hace ya tiempo que no nacen niños en el mundo, y tanto Paul como Mary Lou son conscientes de que tal vez sean la última generación de seres humanos que habitará la Tierra. Entre drogas y suicidios indoloros, la humanidad va desapareciendo en medio de la indiferencia universal.

Aún así, Paul y Mary Lou iniciarán una relación, algo inusual en una cultura que enseña en sus universidades axiomas como "el sexo rápido es el mejor". Y esta relación, en apariencia intrascendente, resulta que es contraria a las leyes vigentes, que postulan "el desarrollo de interioridad", es decir, de la soledad y la apatía más extremas. Mary Lou acabará bajo la tutela de Spofforth, mientras que Bentley, quien ha aprendido a leer, será enviado a una prisión.

Los siguientes eventos nos muestran el grado de decadencia a los que puede llegar la humanidad. No hay violencia extrema, sino apatía. No hay cultura, sino condicionamiento. No hay religión - Tevis aporta una visión muy positiva de la figura de Jesús - sino fanatismo, encarnado en unas comunidades que aparentemente se han apartado de la decadente civilización creada por el culto a la comodidad y el mínimo esfuerzo, solamente para convertirse en victimas del culto al miedo y a la represión.

Si bien parece algo anticuado, el autor decide encarnar en Bentley los valores de la cultura clásica humanista, esto es, el amor por la lectura y el conocimiento y la exaltación del libre albedrío, Tras una epifanía, Paul decidirá ir en búsqueda de Mary Lou, y enfrentar a Spofforth para quedarse con ella e iniciar una nueva vida basada en sus - recién - descubiertos ideales.

Una vez reunidos los tres, se revela el verdadero origen y finalidad tanto de Spofforth como de los demás robots y las supuestas maravillas tecnológicas del mañana, que hoy pueden parecernos anticuadas (hay que tener en cuenta que la novela fue publicada en 1980), pero que encarnan muy bien nuestros contradictorios deseos de seguridad y libertad, así como la tendencia a creer en la comodidad material como un absoluto ante el cual hay que sacrificarlo todo, incluso esa cosa tan abstracta e inútil que es la "humanidad".

Un clásico poco conocido de la ciencia ficción, a la espera de nuevos lectores.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Iris (Edmundo Paz Soldán)


Sobre Iris, de Edmundo Paz Soldán, publiqué una breve reseña en el Diario Oficial "El Peruano". Adjunto el texto de la misma: 

Edmundo Paz Soldán no necesita presentación como escritor, siendo conocida su solvencia narrativa dentro y fuera de Bolivia, su país natal. También es conocida su afición al género de la ciencia ficción, lo que se ha evidenciado en ciertos aspectos de obras suyas como Sueños digitales o El delirio de Turing.Iris es, sin embargo, ya una novela que calza de lleno dentro de las convenciones de ese género, lo cual debe haber ocasionado más de un dolor de cabeza para quienes postulan que los escritores latinoamericanos deben encauzar sus obras entre el realismo y lo real maravilloso. Con este libro, ambientado en un futuro no muy distante, cuyos personajes emplean un lenguaje inventado (una suerte de spanglish futurista), Paz Soldán se suma, sin aspavientos, a la cada vez más nutrida estirpe de iconoclastas de la narrativa latinoamericana.
La temática de Iris gira en torno al desencuentro entre las eternas necesidades de explotación de recursos naturales que requiere la civilización y el impacto directo que esta explotación genera, paradójicamente, entre quienes no se benefician de la misma. No es pues una novela escapista, sino más bien distópica.Otro gran mérito de Paz Soldán como narrador de ciencia ficción consiste, a mi juicio, en su reconocimiento de la influencia de otros autores del género. No es un ejercicio bien intencionado y falto de conocimiento del género. Iris, en cambio, viene a ser una piedra miliar tanto en la carrera narrativa de Edmundo Paz Soldán como en el cada vez más creciente ámbito de la ciencia ficción latinoamericana.

Lo breve de la reseña se debe a que el papel es tirano, y los centímetros - columna conspiran contra la eterna pretensión verborreica del redactor de turno. Considero, sin embargo, añadir algunas cosas sobre Iris, cuyas imágenes no terminan de irse de mi cabeza.

Para empezar, diré que en un principio, pensé que la novela estaba ambientada en otro planeta. Los referentes cotidianos a los que aluden los personajes - comidas, cultos religiosos, costumbres sociales - exigen al lector una lectura por demás atenta, so pena de perderse en los meandros laberínticos de Iris, laberintos que funcionan tanto en la superficie como en las entrañas de la tierra. El resultado de dicha lectura atenta es comprender, entre otras cosas, que Iris no es otro planeta, si no más bien un espacio, un ámbito del nuestro que tiene la virtud de convertir (o pervertir) lo humano en alienígeno. En ese aspecto, evoca a Picnic junto al camino de los hermanos Strugatsky (novela en la que se basó la película Stalker), puesto que Iris se nos muestra como un territorio en el cual las leyes que rigen lo humano (leyes naturales y sociales, por decirlo de algún modo) carecen de vigencia: el efecto de Iris es absoluta e irredimiblemente deshumanizador. No hay buenos ni malos, ni personajes que no estén aquejados por alguna tara, ya sea física o sicológica. Incluso los adelantos tecnológicos, expresados tanto en artilugios de avanzada como en androides o seres genéticamente alterados, no son aquí los heraldos de un futuro mejor, si no una suerte de freakshow ininterrumpido, en el que los criminales acaban siendo la última esperanza de recuperación de una humanidad en contínua degradación.

Las evocaciones que hacen los personajes respecto a cómo son las cosas fuera de Iris - del mundo exterior se dice que es limpio, próspero y libre -  acrecientan esa sensación de anormalidad, pues en ocasiones llevan  a pensar que no son otra cosa que mentiras y que el mundo entero se encuentra en ese estado de degradación, o, peor aún, en efecto el mundo exterior es tal como lo describen precisamente por que existen lugares como Iris. El disfrute de unos se basa en el sufrimiento y explotación de otros.

Tan desesperanzada situación lleva, entre otras cosas, a conatos de rebeldía, expresados de manera tanto superficial como subterránea. Así pues, en la superficie,  aparecen rebeldes rodeados de la eterna aureola mística, perdidos en incesantes atentados que al final parecen una especia de juego de policías y ladrones con los representantes del orden establecido. Pero es en el mundo subterráneo donde ocurren las cosas más interesantes. Cultos religiosos en torno a deidades de origen incierto toman por asalto la mente de los irisinos, tanto aborígenes como ocupantes, ¿Se trata de ilusiones, producto de las eternas ansias de liberación de los oprimidos o del consumo de sustancias alucinógenas, o se trata de entidades reales? La manera en que Paz Soldán menciona a sus terribles y caprichosas deidades hace que estas acaben por transformarse en otros personajes de la novela, dotados de una vida acaso más real que las de sus  adoradores.

Iris es, en suma, un mundo en el que nadie quisiera vivir. Lo malo es que ya tenemos varios Iris en este mundo. 


martes, 3 de abril de 2012

Editorial: Los juegos del hombre



Hasta 1989, creo, podemos decir que la percepción que teníamos del ser humano (es decir, de nosotros mismos), era la de seres solidarios, inteligentes y “buena gente”. Los elementos criminales y violentos de la sociedad parecían ser individuos “enfermos”, quienes, felizmente, ya no tendrían razón de ser en un futuro en el cual las promesas de la modernidad se habrían cumplido. Esa visión se vería reflejada en aquellas ficciones, cinematográficas o televisivas, en las que el triunfo del bien sobre el mal era el producto del trabajo de equipo, de la cooperación, del “espalda contra espalda” enfrentados al resto del mundo (aunque parezca contradictorio expresarlo así).

No sabría precisar en qué momento esta visión del ser humano (mediática, por supuesto) ha ido a dar al tacho de basura, para encontrarnos con un mundo extremadamente individualista, cuyo horizonte filosófico podría condensarse en las frases “yo primero” y “sálvese quien pueda”.

Los juegos del hambre (la película, no he leído ninguna de las novelas de Suzanne Collins aún), bien podría definirse como el primer manual de autoayuda audiovisual del siglo XXI. Los “héroes” lo son a su pesar, pues ni sus actos obedecen a otro objetivo que no ser asesinados en los juegos del título, ni su éxito traerá mayores consecuencias en la sociedad que los circunda... al menos, en esta película, la primera de una trilogía.

La trama principal de Los juegos del hambre no difiere mucho de películas como The running man (El fugitivo, protagonizada por Arnold Schwarzenegger) o la japonesa Battle Royale: en una sociedad futurista, surgida de una guerra civil, los perdedores deben ofrecer anualmente, como tributo a los ganadores, dos jóvenes (incluso niños) que deben participar en los Juegos del hambre, competición de la cual sólo puede haber un ganador, y esto ocurre cuando todos los demás competidores han muerto. El ganador, o ganadora, retorna a su lugar de origen cargado de riquezas.

¿Estamos ante una distopía, o ante una visión de la (actual) naturaleza humana? Como en El fugitivo (o como en El círculo de la muerte, de nuestro Abraham Valdelomar), el espectáculo que se basa en la muerte de uno o varios seres humanos es apenas la punta de la madeja de toda una estructura comercial montada para el enriquecimiento de los patrocinadores de siempre. Pero es que, a mi entender, la película Los juegos del hambre no se enfoca tanto en describir una sociedad distópica o insólita, sino en describir al dis-individuo, al producto de esta sociedad. Recordemos que en El fugitivo, teníamos el caso de un inocente obligado a participar en una competición mortal. En Los juegos del hambre, la inocencia es relativa: los competidores, o tributos, están preparados para dichos juegos, al punto que algunos disfrutan el hecho de haber sido seleccionados para participar, aunque tal placer implique el matar al primer competidor que tenga a su lado. Las víctimas no son rebeldes, sino colaboradores.

De otro lado, resulta espeluznante cómo ha variado nuestra visión de la infancia: de ser un espacio para la felicidad y la inocencia, ha pasado a ser un mero estadío previo a la angustiante e hipercompetitiva existencia adulta que nos espera a todos. Si para sobrevivir hay que ser competitivo (¿emprendedor?)… ¿por qué demorar el inicio en la vida competitiva? ¿Por qué no fomentar la competitividad en la escuela secundaria, en la escuela primaria, en la escuela inicial? No nos extrañe que las olimpiadas escolares de toda la vida sean pronto reemplazadas por nuestra propia versión de los juegos del hambre (originales y machistas como somos, bien podriamos llamarles los juegos del hombre), con sus muertos y heridos.

¿Estamos ante un mero signo de los tiempos que corren? ¿Una etapa en la historia humana que, como muchas otras, acabará por perder vigencia? ¿O estamos ante un callejón sin salida? En todo caso, Los juegos del hambre es una de las películas que, con seguridad, marcarán a las generaciones contemporáneas


Daniel Salvo

martes, 12 de abril de 2011

Milenio negro (J.G. Ballard)







Sólo un genio como Ballard pudo lograr lo increíble: convertir un típico barrio de clase media inglesa en un planeta exótico, y a sus moradores, en extraterrestres de incomprensible comportamiento.


Por que de eso va Milenio negro (Millenium People, 2003), novela que para muchos no califica en lo más mínimo como ciencia ficción, pero que a mi juicio, es una de las visiones prospectivas más sombrías y certeras acerca del futuro que estamos creando. No un futuro distópico ni postapocalíptico, sino uno en el cual nada cambia. Lúgubre, ¿no?


La acción - narrada muy ballardianamante, dicho sea de paso - se centra en un barrio de clase media inglesa, Chelsea Marina. Hablar de un barrio de "clase media" británica no es lo mismo que hablar de su equivalente en un país tercermundista. Los ingleses de la novela viven en urbanizaciones despejadas, educan a sus hijos en exclusivos internados, toman clases de equitación, realizan periodicamente viajes de placer al extranjero, son todos profesionales con buenos ingresos, auto del año en la cochera y, como mínimo, un divorcio.


¿Se dan cuenta? Como quien no quiere la cosa, Ballard comenzó a hablar de nosotros, pero de una manera tan corrosiva y realista que poco falta para coger una soga y colgarse. Por que la vida de esta clase media está tan esquematizada que carece por completo de gracia y encanto. No hay retos, no hay conflictos, no hay objetivos: se limita a cumplir su papel de eterna aspirante a ascender al status de clase alta y de servir de muro de contención para las clases bajas. Vive entre el arribismo y el miedo, y muy cómodamente, por cierto, lo cual es eventualmente recompensado desde la cúspide de la pirámide a la cual no llegarán jamás, pero a la que creen pertenecer.


En esta utopía gris, ocurre sin embargo un hecho singular: un atentado en un aeropuerto, en el cual fallece la ex-esposa del psicólogo David Markham, uno de los forzados protagonistas de Milenio negro. Su sentimiento de culpa por lo ocurrido (ya ven, es tan clase media...) lo lleva a investigar el hecho, para descubrir - e involucrarse con - un movimiento de lo más sorprendente, encabezado nada menos que por un médico, el doctor Gould, quien se ha hartado de su papel de conservador del orden y ha decidido encabezar una revolución de la clase media, nada menos. Basta de docilidad y servilismo, sacúdanse de la ilusión de pertenecer a una clase superior que en el fondo los desprecia y utiliza. Rebelión, subversión y terrorismo; palabras que sólo queremos leer en los textos de historia (y si es de otros países, mejor).


Y vaya que sus métodos son peregrinos, por decir lo menos: retirar a los niños de las escuelas, abandono de automóviles en la vía pública, mudanzas en masa... En fin, despojarse de todo los supuestos símbolos de status que los definen. Como ejemplo de estas medidas, una ex-presentadora de televisión va de casa en casa para hablar con señoras en bata y destruir su sencilla fe en el five o´clock tea.


Pero no todo es tan pacífico. Se organizan ataques y otras acciones más violentas, que al final ponen en alerta a la ciudad. El atentado en el cual ha fallecido la ex esposa de David Markham adquirirá un cariz más siniestro, y la figura del doctor Gould acabará convirtiéndose en un eco del Kurtz de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, una mente oscura de la cual brotan tanto el miedo como el asombro.


El plot que moviliza la acción de Milenio negro tiende a ser algo confuso, orientado a lo policial antes que a lo especulativo. Pareciera que Ballard cogió la primera idea que se le vino a la mente y la convirtió en un vehículo para expresar su poco optimista visión de lo que el siglo XXI nos ofrece. Markham, al afianzar su relación con Gould, llegará a involucrarse tanto con el movimiento que no tendrá más remedio que elegir entre las sempiternas opciones de la clase media: seguir sirviendo de útil lubricante para que la maquinaria social siga funcionando, es decir, que las clases altas no se mezclen con las clases bajas; o asumir un papel más revolucionario, como en su momento lo hicieron las clases medias de Francia en el siglo XVIII. El otrora tranquilo barrio de Chelsea Marina, rodeado de policías y agentes del orden que no saben cómo convencer a los profesionales que vuelvan a sus automóviles y a sus clubes, está a punto de convertirse en una barricada, acaso la chispa de una revolución.


¿Asumiran los nuevos líderes del movimiento su responsabilidad? ¿Optarán al fin por la libertad, la creatividad, la liberación de su vida alienada por el servilismo y la comodidad, por el falaz sentimiento de sentirse superiores a las clases bajas?


Si usted pertenece o cree pertenecer a la clase media, ya sabe el final de la historia.


Daniel Salvo

lunes, 15 de febrero de 2010

Rascacielos (J.G. Ballard)




Quienes pasamos nuestra infancia en provincias y el resto de la vida en una gran urbe, sabemos de lo que habla Ballard: sin darnos cuenta, nos adentramos en una pesadilla disfrazada de progreso, para luego descubrir que estamos metidos en una trampa de la que es muy difícil salir.
Es lo que les ocurre a los moradores del Rascacielos de la novela. Un edifico inmenso, concebido con todas las comodidades posibles, con espacio suficiente para que todos (mascotas incluídas) puedan llevar una vida de ensueño, se convierte en el escenario de los actos más abyectos y retrógrados que pueda ejecutar el ser humano. Rascacielos tan sólo en la fachada (sus moradores se cuidan de ofrecer al mundo la imagen de exitosos ejecutivos y buenos padres de familia que el mundo espera que sean), por dentro, un laberinto de cavernas, llenas de trogloditas esperando el momento de atacar al vecino y sin la menor sutileza... me pregunto cuántos limeños, urbanitas que decimos ahora, nos veremos reflejados en los habitantes de esta seudociudad.
Como en una novela de Emile Zolá, el paso de la civilización a la barbarie es casi imperceptible. Uno se pregunta si ante el primer problema suscitado en el rascacielos (una botella arrojada desde uno de los pisos altos), habría bastado con una intervención civilizada, esto es, conversar con el causante, descubrir de repente que todo fue una casualidad, en fin, todas las máscaras que nos ponemos cuando queremos creer que el ser humano se rige por el sentido común.
Sólo que Ballard es más pesimista, esperemos que no más objetivo. Por que una vez sobrepasados todos los límites en el rascacielos, uno se pregunta si el estado de barbarie en el que caen sus moradores no es sino el estado natural del ser humano, latente en todo momento, esperando cualquier estímulo para saltar desde donde pretendemos ocultarlo y hacerse presente como el verdadero objetivo de nuestras vidas: en el Rascacielos de Ballard, el hombre es lobo para el hombre.
¿Es la visión de Ballard una opinión válida respecto a la naturaleza humana? ¿O es un experimento que demuestra que el ser humano, un ser plástico y libre, necesita además de conocimiento, un espacio físico básico para no convertirse en animal? Si esto es así, entonces se viene el desastre, pues los nuevos departamentos que se construyen en Lima están haciéndose cada vez más pequeños. No hay espacio para libros, por ejemplo. Pero de repente, si lo hay para un kindle... Si es que aún nos interesa leer.
¿Es Rascacielos una novela de ciencia ficción? ¿Distopía urbana? ¿Futuro próximo, presente de pesadilla... o pasado costumbrista? Aterra pensar que algún día la humanidad extrañe la manera en que vivimos hoy en día.

Daniel Salvo