James Graham Ballard (1930 - 2009), o J. G. Ballard como lo conocemos casi todos, es un escritor inglés cuya personalísima escritura sólo puede describirse en una palabra: ballardiana. Por que sólo el trata los temas más inverosímiles (asesinatos en masa cometidos por niños bien educados, revoluciones llevadas a cabo por arribistas clasemedieros, tribus urbanas que involucionan en edificios de alta tecnología) con una prosa fría y a ratos desangelada, que hace sentir al lector que está leyendo un reporte periodístico antes que alguna clase de ficción.
En "La isla de cemento" (1974), somos partícipes de otra situación insólita: el protagonista, Robert Maitland, es un arquitecto cuya vida transcurre de manera plácida y normal (ejecutivo de éxito, tiene esposa, hijo y amante), hasta el día en que su veloz Jaguar le juega una mala pasada mientras conduce en una de las tantas autopistas del Londres contemporáneo (de los años setenta), y acaba con el vehículo accidentado en un terreno baldío, situado exactamente entre tres vías de la autopista. Salir de ese espacio cubierto de hierba y restos de otros tantos accidentes parece fácil, pero Maitland acabará descubriendo que, más que un accidente de carretera, lo que ha sufrido es una suerte de naufragio imposible en una isla rodeada, no de agua, sino de vehículos cuyos conductores apenas reparan en su presencia. En un primer momento, Maitland será un moderno Robinson Crusoe, abandonado a su suerte e imposibilitado de salir de su confinamiento.
¿Absurdo? Por supuesto que sí, mientras tomemos la historia como un relato de tono realista. Pero si jugamos al juego de Ballard, de fabular y crear o recrear ciertos mitos en este entorno urbano, tenemos una estupenda muestra de algo que podríamos describir como fantasía urbana o acaso "weird fiction", con un personaje cuya aventura consiste en tratar de volver a su casa, en su propia ciudad y en el civilizado entorno de la Inglaterra de fines del siglo XX.
Ballard logra atraparnos, si bien no siempre entretenernos, con su prosa capaz de convertir una vulgar autopista en un entorno salvaje y desafiante, con su propio clima, horarios, paisajes... De pronto, el resto del mundo deja de existir, para asombro del propio Maitland, enfebrecido por el alcohol y las heridas que el accidente le ha causado. En medio de este delirio, se produce un cambio trascendental: resulta que la isla tiene otros habitantes, tanto o más estrambóticos que el "nuevo" Maitland. Una joven rebelde y su acompañante, un ex artista circense, un acróbata con cierto retardo mental. Difícil no hallar ecos de "La Odisea" en esta parte de la novela, con un Odiseo - Maitland añorando volver a su hogar, pero que no por eso se inhibe de disfrutar de la hospitalidad y cuidados de esa curiosa Circe que se hace cargo de él, y que trata por todo tipo de medios - sexo incluído - de convencerlo de quedarse para siempre en la isla; al tiempo que Proctor, el acróbata, deviene en una especie de ambiguo Polifemo, oscilando entre la peligrosidad y la puerilidad.
Ballard solía referirse al "paisaje interior", y es un lugar bastante común referirse al autor como parte del "new wave" de la ciencia ficción de los años sesenta. En "La isla de cemento", la propuesta del paisaje interior como extensión de mente se hace realidad: su nuevo entorno acaba por transformar a Maitland, quien termina por quedarse solo en la isla, pero no como víctima de un accidente, sino como amo y señor de la misma, postergando indefinidamente el retorno a un hogar que ahora se le aparece como un brumoso recuerdo.
Leyendo otras reseñas, como esta de Martín Cristal, me entero que "La isla de cemento" forma parte de un triptico de novelas "urbanas", conformado además por "Rascacielos" y "Crash". Más que novelas, se me antojan agudos escalpelos que diseccionan sin piedad a nuestras grandes urbes.