BAJO LA LUZ DE DOS SOLES
Alberto Benza González
El día que Oleg despertó en la colina del planeta Kepler 16-B, no comprendió cómo había llegado a ese lugar. Tenía un dolor intenso en la cabeza, quizás el gélido frío lo tenía desconcertado. Tomó la mochila que llevaba consigo y empezó a caminar por aquel extraño terreno. Por su mente pasaban recuerdos vagos de haber estado anteriormente allí. Le eran conocidas las rocas deformes que conformaban la superficie y los afluentes de agua dulce. Oleg, como buen soldado, estaba preparado para sobrevivir en cualquier circunstancia. Su preparación en el cosmódromo Tyuratam había sido intensa.
A lo lejos, el viajero pudo divisar unas fugaces llamaradas. Intrigado, se echó a andar en busca del origen de esas emisiones. Preparándose para el largo trayecto, llenó su cantimplora de agua. Pasaban las horas y el frío no amenguaba. Le sorprendía el atardecer y ver los dos soles de baja intensidad que casi no producían abrigo, al contrario, el cielo parecía una pintura surrealista. El sol más grande presentaba un color anaranjado y el más pequeño un color rojo sangre. Sólo su instinto lo guiaba en la búsqueda de algún ser vivo que no fuera hostil.
Después de dos días de sortear rocas y beber solamente agua y otros nutrientes, Oleg logró acercarse al fuego que brotaba a la entrada de una cueva. Sigilosamente, y dispuesto a enfrentarse a cualquier imprevisto, se fue acercando. En ese instante volvieron las imágenes a su mente, imágenes de haber estado en algún momento en ese mismo lugar. “Quizás fue en otra vida”, pensó. Observó unos cristales de color rojizo en el centro de una fogata. Al interior de la cueva se escuchó un ruido de pasos aligerados. Oleg vio venir a unos seres de aproximadamente dos metros de altura, color gris, de cabeza grande, cuatro brazos y dos piernas. Lo miraron fijamente. Oleg percibió que los seres podían leer su mente como si fuera un escáner. No quiso efectuar acción alguna, manteniéndose en calma. Luego de unos minutos, uno de ellos se situó a unos dos metros enfrente de él.
—¿De dónde vienes? —preguntó el extraterrestre.
—Vengo del planeta Tierra, tercer planeta del sistema solar de la Vía Láctea —respondió Oleg, de manera automática.
—Según los cálculos y medidas que manejan en tu planeta, te encuentras a 200 años luz de distancia. – respondió el extraterrestre, en un tono monocorde.
—No entiendo cómo he podido viajar desde tan lejos. Recuerdo que estaba trabajando en la construcción del cosmódromo de Plesetsk, en el óblast de Arjánguelsk, al norte de Rusia.
Los alienígenas se acercaron, cogieron su mochila y lo llevaron adentro de la cueva. Dos de ellos lo trasladaban sosteniéndolo del brazo, como si no tuviera peso alguno. Los cuatro brazos que poseían los extraterrestres no le permitían escapar. La cueva carecía de cualquier ornamento, siendo la fuente de la iluminación de la misma un misterio. En el camino, pudo observar otros seres de la misma apariencia, pero de menor tamaño: eran niños y estaban siendo adiestrados por un instructor. Oleg se percató de que todos podían leer la mente y casi ni se oía el sonido de alguna gesticulación. También pudo ver algunos cristales que se encontraban incrustados en las rocas, muy parecidos a los que había observado en la entrada de la cueva. Después de casi media hora de caminata, arribaron a una ciudad inmensa, de arquitectura indescriptible, donde pudo sentir más calor. Conforme pasaban por distintos ámbitos poblados, los seres lo miraban de forma extraña. No quería pensar en nada, sólo mantener su mente en blanco. Sentía cómo ellos ingresaban a su mente sin el menor miramiento.
Llegando a la ciudad fue llevado a un cuarto cuyas paredes eran rocas superpuestas unas sobre otras; allí permaneció aislado. Era como una cárcel donde se encontraban varios keplersianos vigilando a varios presos. La puerta de ese cuarto era una cortina transparente de energía, como de rayos láser translúcidos. No pudo con su curiosidad, se acercó y tocó la puerta de energía transparente. Era fuerte y por más que golpeó no pudo traspasarla. Al instante se percató de que no estaba solo, en otras celdas, otros seres lo miraban pasar. Al frente de su celda, un ser que parecía una planta carnívora miraba al suelo con resignación. Al lado derecho divisó a un ser mitad robot y mitad humano, inmóvil; y a la izquierda observó un cúmulo de agua que, por momentos, se iba solidificando, mostrando el aspecto de esporas marinas.
Cuando comprendió que no conseguiría salir de allí, Oleg empezó a extrañar su país: Kazajistán, los paseos de noche por los montes Urales llegando hasta el Mar Caspio. Los hermosos atardeceres, Ahora estaba preso en un planeta donde no sabía si lo juzgarían o estaría prisionero de por vida. Todos los días llegaban seres de distintas formas que iban llenando las celdas.
Después de dos días de cautiverio, ingresó a la celda el alienígena que lo había confinado en prisión.
—¿Cuánto tiempo estaré en prisión? —preguntó Oleg.
—En unos días serás analizado.
—¡¿Por qué me retienen aquí?! ¡¿Quién eres para mantenerme preso?! —gritó.
—Estoy a cargo de la ciudad y puedes llamarme Kaliv.
Al día siguiente se acercaron dos keplersianos y lo llevaron a un cuarto que le pareció un quirófano. No se equivocó, puso resistencia negándose a que lo subieran a la camilla de metal, pero no pudo, la fuerza descomunal de los seres era mayor y terminaron subiéndolo. Fue cubierto con una sábana semejante a una cinta de embalaje gigante. Gritó pidiendo ayuda, pero fue en vano. Le introdujeron una manguera por la boca inoculándole unos fluidos que lo dejaron en shock. Parecía como un ser vegetal que sentía todo a su alrededor, pero a la vez sin ánimo para defenderse.
Después de unas horas, lo metieron a una cápsula, dentro de la cual sintió quemazón en todo el cuerpo, de la cabeza a los pies. Extenuado y sin fuerzas, salió de la cápsula. Con un láser le hicieron incisiones debajo de los dos brazos. El dolor era insoportable y por instantes Oleg se desvanecía. Debajo de los brazos le habían practicado dos cortes profundos, en los cuales le insertaron unas protuberancias.
En estado vegetativo, lo llevaron a su celda. Durante una semana permaneció laxo, exánime, sin voluntad de hacer ningún movimiento. Periódicamente, entraba un keplersiano a colocarle un fluido en la boca que lo dejaba por algunas horas dormido. “¿Qué mal estaré pagando?”, se preguntaba en silencio. Recordó que en el cosmódromo Tyuratam siempre se había quejado de la explotación que sufría cuando se desarrollaban los programas espaciales, cuando fue el artífice de la construcción de la Estación Orbital Internacional y más tarde diseñó la nave espacial Soyuz con su amigo Serguéi Koroliov. Como si fuese una película, revivió sus mejores momentos en el desarrollo del programa espacial soviético.
Oleg, poco a poco, iba mejorando. Después de varios días de estar paralizado empezó a caminar y a mover los brazos. Las cicatrices que tenía debajo de los brazos estaban suturadas, quedando las protuberancias que le habían injertado. Cuando ya estuvo mejor, Kaliv se acercó a su celda, Oleg lo miró y se sorprendió de poder mantener una comunicación mental.
—Han pasado varios días y veo que estás mejorando —dijo Kaliv.
—No entiendo por qué he sido víctima de este criminal experimento que me ha dejado en estado vegetativo, ¿de qué me acusan?
—Tienes que estar calmado, sólo hemos querido lo mejor para ti. En un sondeo habíamos hallado que tu salud estuvo resquebrajada a tal punto que podías haber muerto en dos años.
—Yo me sentía sano y jamás he tenido ningún problema de salud.
—Tus argumentos son comprensibles, pero erróneos. Tu civilización es demasiado atrasada y sus científicos aún no tienen los instrumentos para percatarse de ello. En tu cuerpo encontramos radiaciones mortales y corregimos una operación mal hecha —dijo Kaliv. Tienes que tener paciencia. Mañana tendrás tu último examen y seguro que vas a sentirte mucho mejor.
Resignado, Oleg regresó a su celda; era imposible pensar en un escape. Se encontraba en un planeta que, si bien le parecía conocido, le producía temor.
A la mañana siguiente irrumpió un keplersiano. «¡Levántate, es tu última prueba», le dijo.
Esta vez no lo sujetaron a una camilla, sólo le pusieron un aparato muy parecido a las gafas. Las sensaciones de Oleg fueron profundas, sus pensamientos y emociones volaban al compás de las radiaciones que emitía ese cuarto. Miles de imágenes y conocimientos fluían por su mente. Se enteró que los keplersianos eran una raza muy antigua y que habían alcanzado un gran desarrollo científico. De la misma manera su organismo, con el paso de los años, había evolucionado. Miles de años atrás habían sido miembros de una raza esclavizada por guerreros de una raza superior llamada Perkos pero, como todos los pueblos subyugados, ellos, con el paso de los años, se habían sublevado logrando expulsar a los invasores de Kepler 16-B. Desde entonces, los keplersianos desarrollaron la parte espiritual, logrando comunicarse mentalmente y obteniendo el desarrollo científico y tecnológico para el desarrollo de su pueblo.
Los conocimientos seguían siendo transmitidos al cerebro de Oleg. Los ficheros históricos virtuales le fueron comunicando miles de datos; le decían que la reproducción de los keplersianos era de dos, como los gemelos en la tierra, uno de sexo masculino y otro de sexo femenino. Sólo podían tener dos hijos en un solo alumbramiento que duraba cuatro meses. La vida de un keplersiano era larga, generalmente vivían 1500 años. Algunos que habían evolucionado notablemente, como los maestros, lograban vivir 2500 años, pero sólo los que alcanzaban el grado supremo de espiritualidad avanzada.
La alimentación de los keplersianos era simple: En las profundidades de su planeta cultivaban unas raíces, las cuales eran mezcladas con el agua que brotaba de una fuente única mundial. La mezcla se dejaba congelar. Después de unos días se formaban esos fluidos que ya había probado. Sólo se alimentaban dos veces al día y con una ración mínima.
Cuando un keplersiano fallecía, la energía de su cuerpo se iba al centro del planeta, donde un cristal enorme la absorbía y reciclaba. El cristal poseía una energía interesante. Era el eje del sistema central para el desarrollo tecnológico del planeta. Las naves keplersianas utilizaban estos cristales como combustible y el uso era duradero, permitiéndoles viajar a galaxias que se encontraban a muchos años luz del planeta. Por otra parte, los cristales servían para la sanación de algunas enfermedades que sufrían los keplersianos.
Para Oleg, esas horas habían sido intensas, aceleradas, vertiginosas. Había recibido demasiada información en poco tiempo. Si bien es cierto podía comprender más a los keplersianos, seguía pensando que en algún momento había vivido en ese planeta.
Kaliv lo invitó a pasar a un espacio privado muy parecido a una mesa de sesiones, el recinto era de piedra y en el medio había un cristal que producía calor. Oleg se mostraba mucho más tranquilo, sabía cómo era el planeta Kepler 16-B y sus habitantes.
—¿Puedes decirnos de dónde vienes? —interrogó Kaliv.
—Ya les dije, vengo del planeta Tierra y vivo en Kazajistán.
—¿Qué haces en el planeta Tierra?
—He sido soldado y ahora me desempeño como investigador espacial. He dedicado mis mejores años al desarrollo de los programas espaciales.
—¿Tienes familia?
—No tengo familia, mi trabajo no me lo permite.
El fastidio de Oleg era evidente y sólo quería regresar a Kazajistán.
—Oleg, van a entrar dos keplersianos, dime si los reconoces.
Oleg, atento, vio entrar a dos keplersianos más pequeños en altura; uno de ellos medía 1.70 y el otro medía 1.30. Se miraron fijamente. Los dos keplersianos leían su mente.
—Jifed, ¿te acuerdas de nosotros?
—¿Quiénes son? Nunca los he visto en mi vida.
—He venido con tu hijo Asti. Hace mucho tiempo murió nuestra hija Nisa —dijo Misav.
—Un momento, ¿de qué están hablando? Yo no soy de este planeta. ¡Entiendan!
Oleg, desesperado, pensaba que los experimentos que le habían practicado eran para lavarle el cerebro.
—¿Piensan ustedes que soy tonto? Hace muchos años que venimos trabajando en la Unión Soviética con programas espaciales y con seres de otros planetas. No van a lograr sorprenderme inventándome una supuesta familia —replicó Oleg.
—Oleg, tú eres un keplersiano y tu nombre es Jifed. Hace 40 eblers que saliste de misión y nunca regresaste (40 eblers es la cantidad de años, un ebler tiene 229 días). Tú eras el líder de una misión que iba a Saturno para buscar una base de Perkosiana. Como sabes, ellos, los perkos, fueron una raza que nos esclavizó hace mil eblers. Misa y Asti son tu familia. Tu hija Nisa no soportó tu ausencia y se mató.
Oleg, furioso, desesperado, quiso abrirse paso empujando a cuanto keplersiano se le puso en frente. Finalmente lo paralizaron con radiaciones mentales que se dirigían a él fluían de los ojos de los guardianes. De inmediato le introdujeron un prisma transparente a la aorta. Nuevamente sintió entrar y salir por su sangre un cúmulo de datos a gran velocidad. El zumbido se fue intensificando en su cerebro. Su ritmo cardiaco se hacía más lento segundo a segundo. Su mente lo trasladaba a un profundo túnel que se hacía cada vez más oscuro. Finalmente todo se apagó.
Luego de cinco meses de hibernación, despertó y al mirar a la puerta leyó que se encontraba en el piso 18 del sótano KR-24 del cosmódromo de Tyuratam. Conocía perfectamente el lugar. Sabía que era un laboratorio de investigación perteneciente a la temida KGB. Allí se interrogaba a científicos infiltrados por el enemigo, a sospechosos de conspiración, a espías alienígenas capturados en el espacio.
No se pudo incorporar. Estaba encadenado a la cama con seis grilletes. Mareado y confundido, levantó medio cuerpo y observó una riñonera con gasas y un escalpelo. Se miró con el reflejo de la riñonera y notó que no era su rostro, no tenía orejas.
- ¿Qué ha pasado? –se preguntó.
A lo lejos vio a su amigo el comandante Yevgueny Savistky que recibía información de un científico de bata roja. Su amigo volteó a mirarlo. Oleg pudo leer su mente:
“Este extraterrestre debe saber dónde está Oleg. El Astrobiólogo Maksim Makukov lo analizará hasta extraerle la información”.