domingo, 15 de abril de 2012

Omega (Jack McDevitt)



Siendo el cuarto volumen de la serie “Las máquinas de Dios”, estamos en el mismo universo en el cual las denominadas Nubes Omega arrasan cada cierto tiempo con cuanto indicio de civilización exista en el universo. El mismo universo en el cual la capitana Priscilla Hutchins, ahora dedicada a otras actividades, se ha casado, ha tenido una hija y realiza labores que tienen más que ver con la asesoría en misiones espaciales que con su especialidad, esto es, la de piloto de naves espaciales.



Mientras tanto, se ha descubierto otra especie extraterrestre que está pronta a ser devastada por las nubes Omega, los seres denominados goompah, quienes pese a llevar milenios en su planeta, apenas han desarrollado una tecnología muy similar a la de la edad de hierro terrestre. En cambio, son tremendamente racionales, sexualmente desprejuiciados y muy sociables, a su manera, claro está. La descripción de la sociedad goompah y su entorno recuerda a las teorias elaboradas por Jared Diamond en “Armas, gérmenes y acero”.



Una vez descubiertos, en la Tierra se plantea la posibilidad de salvarlos de alguna manera, puesto que aún se desconoce la manera de repeler el ataque de las nubes Omega. Pero el ingenio humano parece no tener límites: si bien no se puede destruir la amenaza, se le puede engañar, o distraer de alguna manera, y esta es crear señuelos o distractores que, en todo caso, minimicen los efectos devastadores de las nubes Omega.

El tiempo que las expediciones humanas tardan en diseñar una estrategia, lo emplean en comprender la cultura goompah, en un estilo que nos recuerda a algún episodio de Star Trek, con su directiva de “no intervención” en planetas en los cuales el nivel evolutivo no haya llegado a un estadío determinado… directiva que siempre acaba por violarse, al punto que un contacto directo con algunos moradores del planeta se llega a producir. Empero, las circunstancias apremian, las nubes Omega se acercan, y los terrestres deben optar entre sus deseos por establecer un contacto “formal” con dichas criaturas, o apelar a las creencias religiosas de las mismas, hacerse pasar por divinidades y llevar a cabo su plan de salvamento.

Mucha acción, los personajes correctos, sin ir más lejos (las escenas que describen la vida familiar de Priscilla Hutchins son totalmente prescindibles), y un enigma científico que, si bien resuelto en muy pequeñas dosis, provoca la suficiente intriga como para desear leer, pronto, el siguiente libro de la saga.



martes, 3 de abril de 2012

Editorial: Los juegos del hombre



Hasta 1989, creo, podemos decir que la percepción que teníamos del ser humano (es decir, de nosotros mismos), era la de seres solidarios, inteligentes y “buena gente”. Los elementos criminales y violentos de la sociedad parecían ser individuos “enfermos”, quienes, felizmente, ya no tendrían razón de ser en un futuro en el cual las promesas de la modernidad se habrían cumplido. Esa visión se vería reflejada en aquellas ficciones, cinematográficas o televisivas, en las que el triunfo del bien sobre el mal era el producto del trabajo de equipo, de la cooperación, del “espalda contra espalda” enfrentados al resto del mundo (aunque parezca contradictorio expresarlo así).

No sabría precisar en qué momento esta visión del ser humano (mediática, por supuesto) ha ido a dar al tacho de basura, para encontrarnos con un mundo extremadamente individualista, cuyo horizonte filosófico podría condensarse en las frases “yo primero” y “sálvese quien pueda”.

Los juegos del hambre (la película, no he leído ninguna de las novelas de Suzanne Collins aún), bien podría definirse como el primer manual de autoayuda audiovisual del siglo XXI. Los “héroes” lo son a su pesar, pues ni sus actos obedecen a otro objetivo que no ser asesinados en los juegos del título, ni su éxito traerá mayores consecuencias en la sociedad que los circunda... al menos, en esta película, la primera de una trilogía.

La trama principal de Los juegos del hambre no difiere mucho de películas como The running man (El fugitivo, protagonizada por Arnold Schwarzenegger) o la japonesa Battle Royale: en una sociedad futurista, surgida de una guerra civil, los perdedores deben ofrecer anualmente, como tributo a los ganadores, dos jóvenes (incluso niños) que deben participar en los Juegos del hambre, competición de la cual sólo puede haber un ganador, y esto ocurre cuando todos los demás competidores han muerto. El ganador, o ganadora, retorna a su lugar de origen cargado de riquezas.

¿Estamos ante una distopía, o ante una visión de la (actual) naturaleza humana? Como en El fugitivo (o como en El círculo de la muerte, de nuestro Abraham Valdelomar), el espectáculo que se basa en la muerte de uno o varios seres humanos es apenas la punta de la madeja de toda una estructura comercial montada para el enriquecimiento de los patrocinadores de siempre. Pero es que, a mi entender, la película Los juegos del hambre no se enfoca tanto en describir una sociedad distópica o insólita, sino en describir al dis-individuo, al producto de esta sociedad. Recordemos que en El fugitivo, teníamos el caso de un inocente obligado a participar en una competición mortal. En Los juegos del hambre, la inocencia es relativa: los competidores, o tributos, están preparados para dichos juegos, al punto que algunos disfrutan el hecho de haber sido seleccionados para participar, aunque tal placer implique el matar al primer competidor que tenga a su lado. Las víctimas no son rebeldes, sino colaboradores.

De otro lado, resulta espeluznante cómo ha variado nuestra visión de la infancia: de ser un espacio para la felicidad y la inocencia, ha pasado a ser un mero estadío previo a la angustiante e hipercompetitiva existencia adulta que nos espera a todos. Si para sobrevivir hay que ser competitivo (¿emprendedor?)… ¿por qué demorar el inicio en la vida competitiva? ¿Por qué no fomentar la competitividad en la escuela secundaria, en la escuela primaria, en la escuela inicial? No nos extrañe que las olimpiadas escolares de toda la vida sean pronto reemplazadas por nuestra propia versión de los juegos del hambre (originales y machistas como somos, bien podriamos llamarles los juegos del hombre), con sus muertos y heridos.

¿Estamos ante un mero signo de los tiempos que corren? ¿Una etapa en la historia humana que, como muchas otras, acabará por perder vigencia? ¿O estamos ante un callejón sin salida? En todo caso, Los juegos del hambre es una de las películas que, con seguridad, marcarán a las generaciones contemporáneas


Daniel Salvo