domingo, 1 de agosto de 2010

Artículo: Nostalgia del futuro (José Güich Rodríguez)









NOSTALGIA DEL FUTURO










Los discursos oficiales sobre la literatura experimentan modificaciones continuas, a pesar de las resistencias de algunos de sus pontífices o dictadores de opinión. Muchos géneros -considerados “menores” hasta hace poco tiempo- anuncian una movilidad alentadora. En gran medida, es la explosión de nuevos soportes comunicativos quien ha alimentado semejantes reubicaciones o cambios de paradigma. La difusión intensa de autores y obras por los territorios de internet abre nuevas compuertas.


La ciencia ficción es sin duda una de aquellas prácticas artísticas a la que ya no se le puede relegar al desván o a las periferias. Hace unos años, el mismo Mario Vargas Llosa tuvo el poco delicado gesto de menospreciarla, ante la indignación de cultores serios e informados. La desafortunada frase solo es una prueba de la vitalidad de esta parcela.


El reconocimiento de la CF ha excedido los alcances de la mera industria del espectáculo y de la cultura de masas. Siempre de manera diferida, el mundo académico ha hecho eco de esta situación, pues son cada vez más frecuentes estudios y ensayos, cuando no tesis, sobre tan particular praxis narrativa. Sus fundadores (Verne y H.G. Wells), durante la segunda mitad del siglo XIX, avizoraron con creces las potencialidades de la ciencia como materia inspiradora de la creación.

En Hispanoamérica, narradores como el peruano Clemente Palma y el argentino Leopoldo Lugones se convirtieron en los detonadores del movimiento. Hacia mediados del siglo pasado, y en nuestros propios lares, José B. Adolph (1933-2008) expandió las fronteras establecidas por Palma y se convirtió en un clásico moderno de la CF en castellano. La Casa de la Literatura ha reconocido con justicia este legado, al consignar a Adolph como a uno de los autores más relevantes de nuestra cultura.


A lo largo del siglo XX, el legado de los patriarcas fundacionales sirvió de inspiración a nuevas generaciones de narradores, especialmente en los Estados Unidos de América. Nacieron así publicaciones hoy míticas, como “Amazing Stories”, en las cuales dieron conocer sus primeros trabajos figuras de la talla de Isaac Asimov (1920-1992). De origen bielorruso, sus cuentos y novelas señalaron el nacimiento de la ciencia ficción moderna y la ampliación de horizontes quizá apenas soñados por sus predecesores decimonónicos. Su formación como bioquímico permitió que esas narraciones contaran con una base sumamente rigurosa, a las que incorporaría su versación humanista sobre diversos problemas, en especial, el destino del homo sapiens. Hubo en realidad pocos temas que le resultaran ajenos a este creador, quien se resistió a estudiar medicina porque no resistía ver sangre o era incapaz de diseccionar animales, a decir de sus principales biógrafos. La mayoría de sus inquietudes espirituales se trasvasó a los cientos de historias que escribió en un lapso de medio siglo. Más de 500 libros, que abordan asuntos de una variedad asombrosa, son el testimonio de su vocación renacentista, que une el hombre de ciencia al de letras, recuperando así una herencia fracturada por los riesgos de la especialización.


Rastrear un relato insignia es tarea harto difícil, aun para sus más trajinados divulgadores. Muchos cumplirían con los requisitos: ahí campean pequeñas obras maestras como “Amanecer” (considerado por muchos el mejor cuento de CF jamás escrito), “El niño feo” o “El hombre bicentenario”. Sin embargo, hay un texto que en particular sintetiza todas las obsesiones de Asimov, y también destaca entre lo más destacado de su producción: “La última pregunta”. Ambicioso hasta la médula, el cuento tiene como eje la gigantesca computadora conocida como “Multivac”, cuya aparición fue recurrente a lo largo de toda la carrera del escritor. Dos científicos medio ebrios le formulan una interrogante de intrincada solución. Estos supervisores están preocupados por la “entropía” que, en términos profanos, significa la energía que el universo gasta y resulta irrecuperable. Al interrogar a Multivac sobre la factibilidad de revertir el proceso de extinción de una estrella como el Sol, solo obtienen una respuesta indeterminada: no se cuenta con datos suficientes.


La pregunta es lanzada en 2061 por los dos sujetos en una circunstancia bastante particular: la computadora ha permitido un logro tecnológico de primera magnitud, pues a partir de esos días la humanidad -que ya viaja por el espacio, rumbo a la colonización de otros planetas-, podrá extraer el combustible para las naves directamente del astro, con el increíble ahorro que eso conlleva. Y aunque hazaña es mayúscula, un halo de incertidumbre se anuncia: ni siquiera la energía de las estrellas es inagotable.

La estructura dialógica del relato -“socrático” en el sentido de velada pedagogía-, nunca fue extraño al estilo de Asimov, y es manifiesta en infinidad de cuentos. No obstante, en “La última pregunta”, sobreviene un giro inusitado: la pregunta casi trivial efectuada por dos científicos con varios tragos encima (su responsabilidades se limitan a velar por la operatividad y bienestar de Multivac, pues ella es autosuficiente) se prolongará hasta el porvenir. Varios siglos después, una familia humana que se traslada a una lejana colonia, volverá a enfrentarse a la misma cuestión. Existe un límite en la capacidad del cosmos para producir energía. Las estrellas se extinguirán, y darán origen a otras; aun así, ese proceso de transformación no es infinito. Por eso sobreviene el temor de las dos pequeñas hijas de la pareja: algún día, en el lejano futuro, las estrellas habrán desaparecido para siempre. Microvac, computadora de la nave (lejana descendiente de la tecnología del siglo XXI), tampoco será capaz de responder a la inquietud de los Jerrod, que son parte de una avanzada de hombres y mujeres ansiosos por una oportunidad entre las estrellas.

Así, se van sucediendo diversas etapas en la evolución de nuestra especie. Luego de los Jerrod, miles de años adelante, la cuestión será planteada por otros personajes, esta vez dos funcionarios del Consejo Galáctico, preocupados por redactar un informe a sus superiores. El cambio en los patronímicos es revelador: ya no se utilizan nombres o apellidos tal como los concebimos hoy: apenas siglas o codificaciones como “VJ-23X”. Si bien han alcanzado la inmortalidad biológica (ambos superan los doscientos años), están contrariados por el tema del espacio disponible para ser ocupado por los humanos, que han llegado a distancias enormes en sus exploraciones. Se enfrentan a una especie de paradoja: son inmortales en un universo destinado a su desaparición inexorable. Para ese entonces, la progenie de Multivac se ha convertido en Galáctica AC, una suerte de Gran Central a la que todos se conectan por el “hiperespacio”. Una vez más, no existe respuesta en torno de si la entropía es reversible.


El fascinante uso de la elipsis nos remonta a un estadio que escapa a todo lo imaginable. En las postrimerías de la narración, se sugiere que la humanidad se ha desperdigado por el universo, hasta perder el contacto con sus raíces. Entidades ubicadas a millones de años de luz de distancia son capaces de interactuar mentalmente. En ese momento, los cuerpos físicos ya no son necesarios para el desplazamiento: las mentes son las naves espaciales. Todos están entrelazados con la Universal AC, un ordenador cuya naturaleza de algún modo tampoco es material (otro avatar de Multivac). Mediante la información que este inmenso banco de datos transmite, los entes intentan localizar tanto la galaxia como el planeta originales del hombre. Descubren que hace eones la estrella madre se extinguió, hecho que desata una sensación de pesadumbre a propósito del fin, por más esfuerzos que se hagan para evitarlo. Ni siquiera la prodigiosa capacidad de manipular los elementos para fabricar nuevos soles alterará lo que de todos modos habrá de ocurrir.


En la siguiente y postrera fase, las conciencias individuales se han fusionado. Los cuerpos son cuidados por autómatas. Solo existe el Hombre, como genérico, luego de miles de millones de años de continuidad evolutiva. Cósmica AC se encarga de velar por la dosificación de la energía que aún queda. La computadora se ubica ahora el hiperespacio, en un nuevo estado. El Hombre tiene la visión de galaxias cada vez más oscuras. Es ahí donde emerge de nuevo la pregunta que fuera formulada alguna vez a los antepasados de Cósmica C. Se trata un momento inolvidable: la avanzadísima máquina, vedada para nuestros alcances, se lo hace saber a quien lo interroga, mente pura formada por trillones de seres diseminados por los confines del espacio. Y cuando la última mente se extinga, y las estrellas se apaguen una tras otra, Cósmica AC seguirá buscando una respuesta al acertijo. No habrá quien le responda, al final de los tiempos.


Esta concepción sobre lo que sobrevendrá para nosotros, producto de una sólida formación en diversas áreas del conocimiento, no deja de establecer nexos con otros representantes mayores del género, como el inglés Arthur C. Clarke. En ambos autores, es fundamental y nítida la proyección especulativa y filosófica asentada sobre un alto margen de probabilidades. Por otro lado, la introducción de elementos cosmogónicos que no pertenecen a grupo o cultura en particular, sino que implican una suerte de síntesis de las creencias religiosas, también constituyen un punto de encuentro. En el caso de Asimov, deviene más intrincado, puesto que en diversas entrevistas declaró no profesar convicciones de tal naturaleza.


La conclusión de “La última pregunta” deslumbra por sus mecanismos intelectivos. Cósmica AC se ha quedado sola. Ya no hay estrellas, principal fuente energética de todo lo que nuestro entendimiento considera la realidad física. El espacio y el tiempo también han dejado de “ser”. Tres trillones de años en el pasado, unos supervisores de Multivac, en la Tierra, enunciaron por primera vez la pregunta en torno de la entropía. En un período límbico donde el tiempo ya no existe, Cósmica AC encuentra la solución al enigma: ya sabe cómo revertir la situación. Solo resta una demostración, que es el magistral cierre: frente a la inexistencia del universo, extinto ya, la máquina solo formula una frase: “!Hágase la luz!”. La última frase del cuento desarticula las expectativas: “Y la luz se hizo”.


Con ese remate magistral, Asimov le brinda a la CF una carta de ciudadanía, un visado para la eternidad. El género, cuyo tortuoso ascenso tomó décadas, empezará a ser visto con otros ojos. La teoría de un universo cíclico, en el que todo está destinado a “ser” y “no ser”, se hermana con las conjeturas teológicas que han sido la base de todas las civilizaciones. Para las antiguas creencias místicas, el universo es el pensamiento de Dios. En el memorable relato, son los post-humanos, al fusionarse en un dominio metafísico con la computadora, los que han creado a la divinidad, y es ella quien los crea a ellos, en un interminable juego en el cual la materia, el espacio y el tiempo se interpolan una y otra vez como parte de una cadena de nacimientos y extinciones.


El legado de Asimov es gigantesco e imperecedero. Quizá la CF, como suele decirse, sea cada día más ciencia y menos ficción. No son pocos los avances tecnológicos que el autor de Yo, Robot y Fundación anticipó. Algún día, de cumplirse los sueños de este visionario, su estatua presidirá ceremonias en las más lejanas colonias que la humanidad edificará en los confines de la galaxia. Será lo más justo, puesto que aquel hombre del pasado habrá inventado a esos pioneros.

1 comentario: